Veracruz | 2024-08-27
Casi como si fuera una despedida presintiendo que no la verían más, consterna el último mensaje dedicado a la académica de la Universidad Veracruzana, Patricia Andrade del Cid, de 65 años de edad, antes de que perdiera la vida en la playa Villa Rica tras ser golpeada por la propela del motor de una lancha la tarde del domingo pasado.
En su cuenta de Facebook, días antes de la tragedia la académica respondió a una publicación de su amiga María de Lourdes Victoria: "Uno de los más preciados regalos de cumpleaños. Te quiero mucho María de Lourdes Victoria, mi lulucita del alma", y es que debido a su cumpleaños María Lourdes escribió el siguiente mensaje:
"Para mi amiga de siempre ¡feliz cumpleaños Pati!
Pati entró a mi corazón durante mi infancia y ahí se quedó. Hubo un tiempo en el que nos perdimos de vista, pero ella siempre estuvo ahí. Pati es como un libro favorito, de esos que leí hace mucho tiempo y que guardo en la repisa más alta de mi librero, el lugar de honor. Ahí están los tomos, aparentemente abandonados, pero cuando los vuelvo abrir, los vuelvo a amar con el mismo cariño. Así ha sido mi amistad con Pati. Es una historia favorita que continúa sin punto final.
Pati y yo nos conocimos en el Instituto Rougier de Veracruz, cuando cursábamos el primer año de primaria. Teníamos apenas siete añitos. Mi papá acababa de comprar una casa en la calle de Flores Magón, a unas cuadras de aquella escuela de monjas. Él era médico y luchaba por mantener a su numerosa familia. Tenía nueve hijos. En esa casa construyó su consultorio. La escuela tenía buena reputación, pero era cara y los modestos ingresos de mi padre no daban para tanto. Pero él, que siempre fue un hombre persistente, de alguna manera logró negociar un descuento para nuestras colegiaturas. Así fue como de repente me encontré siendo la "niña nueva" del salón.
Recuerdo bien mi primer día en esa escuela. Nos fuimos caminando y a pesar de que era temprano, se sentía el bochorno típico de nuestro clima tropical. La bolsa de libros me pesaba mucho (no teníamos mochilas) y los zapatos me quedaban grandes, pues eran "herencia" de mi hermana mayor (solíamos rellenar las puntas de los zapatos con periódicos). La falda plisada era de una tela obscura, muy calurosa, y me picaba las piernas. Las calcetas se me caían a cada rato. Pero lo que más me angustiaba era mi pelo. Era una niña vanidosa y me había peinado con mucho esmero, pero con el calor, el pelo se me había esponjado como estropajo. Estaba arrepentida de no haberme hecho mis trenzas con un poquito de limón (lo que usábamos en vez de goma).
La escuela era muy linda. Estaba enfrente del mar y tenía un patio muy grande con su cancha de futbol. Las palmeras se alzaban como velitas de pastel sobre el pasto verde, bien irrigado. Las flores tropicales alegraban el entorno de la casa en donde vivían las religiosas, había copa de oro, buganvilias y margaritas. Teníamos estrictamente prohibido acercarnos a esa casa y esa prohibición bastaba para que lo hiciéramos —solíamos retarnos para espiar a las monjitas, pero ese es tema de otras historias... La planta baja del edificio era un patio abierto sostenido por anchos pilares. Ahí, al inicio de cada día, nos formaban en filas según nuestro grado para rezar, hacerle honores a la bandera y recibir cualquier anuncio de la madre directora. Terminados los rezos, cantos y anuncios nos despachaban a nuestros respectivos salones a los pisos altos del edificio.
Pati era una niña alegre, vivaracha, de pelo negro, largo y espeso. Era atrevida, platicadora y rebelde. No sabía (¡no podía!) estarse callada ni quieta. Tenía pecas y una risa escandalosa que desquiciaba a las monjas. Diciéndolo a lo jarocha, Pati era una "desmadrosa". Yo, en cambio, era una niña insegura, soñadora y temerosa. Me la pasaba mirando al mar por la ventana y allá me iba con mi imaginación. Me convertía en sirenita y jugaba en las olitas con los delfines. Otras veces era pirata que luchaba contra monstruos marinos. La risa escandalosa de mi nueva amiga era mi salvación. Me aterrizaba de regreso a la página de caligrafía, o de matemáticas, o a la pregunta que la maestra me estaba haciendo en ese momento. Pati me adoptó. Gracias a ella, que era valiente, aprendí a defenderme de las niñas que nos acosaban por ser "pobres", o por no tener mamá (mi caso). Con ella aprendí a reírme, en vez de llorar, por el maltrato de algunas monjas amargadas. Siempre me convidaba su torta o sus chicharrones a la hora del recreo. A la salida de la escuela me disparaba una soda de raíz que, con el calor infernal de esas horas, era una delicia. Pati me abrió las puertas de su grupo de amigas, que ella lideraba. Siempre me invitó a sus fiestas de cumpleaños, aun sabiendo que no podría llevarle regalo (en mi casa no había para darle regalos a nadie). Seguido me invitaba a su casa a comer, o a dormir. Para mí su casa era un refugio: podría comer hasta hastiarme. Ahí nadie me regañaba o castigaba, todo lo contrario. La mamá de Pati, doña Chuy, me trataba con mucho amor lo cual saciaba mi hambre de afecto materno.
Mi amistad con Pati continuó durante la secundaria y después en el bachillerato en el Colegio Colón. Nuestro pequeño grupo de infancia se anchó, y se integraron a él nuevas amigas, y dos que tres chicos. Éramos una pandilla y éramos inseparables. Hoy, mirando hacia atrás, me doy cuenta de lo sana e inocente que fue nuestra amistad. Hacíamos maldades y retábamos la autoridad, como cualquier adolescente, pero nuestras rebeldías nunca traspasaron la ley. Nos brincábamos la barda de la escuela y corríamos por un terreno baldío para ir a comer gordas y picadas. O íbamos a la playa a jugar futbol, tocar la guitarra y fumar cigarrillos. Nos "colábamos" a fiestas sin pagar (las fiestas eran "de paga" en las cocheras de amigos que contrataban a una banda en vivo). Tuvimos noviazgos a escondidas de nuestros padres. Varias veces nos cacharon, y varias veces nos castigaron, pero por mucho que nos presionaran para confesar pecados, los propios y los ajenos, nunca nos delatábamos. De entre todos los valores que las monjas nos inculcaron, que fueron muchos y que se agradecen, estaba la lealtad.
La semana pasada Pati vino con su esposo a visitarnos. Fue un reencuentro lleno de abrazos, de chismes, de tortillas españolas (su esposo es español), de risas escandalosas, de recuerdos y sueños. De la repisa de mi librero jalé ese tomo hermoso que ha sido nuestra amistad. La historia continúa escribiéndose solita sin punto final."
El fallecimiento de Patricia Andrade del Cid consternó en redes sociales a las comunidades académicas de la máxima casa de estudios del estado de Veracruz, en donde se desempeñó durante varias décadas. Descanse en paz.