Cuando te saliste de la regadera escurriendo gotas heladas por toda tu piel, no podías pensar en otra cosa que la cercanía con el día de pago, la sensacional quincena que te permitiría recargar el depósito de gas para poder disfrutar nuevamente de duchazos hirvientes, relajantes, prácticamente balsámicos.
Tomaste una toalla afelpada y tallaste tu cuerpo con fuerza, determinada a recuperar algo de calor mediante la estimulación de la circulación vascular. Todo marchaba dentro de los parámetros de la rutina mundana: las subsiguientes cavilaciones para escoger el atuendo apropiado para el cóctel de la oficina, una falda corta pero no demasiado reveladora, tacones medianos y pañoleta anudada al cuello, a falta de mayor imaginación para mantener esa conciencia de juventud a la que te aferrabas desde que cumpliste treinta.
En medio de tu parafernalia de arreglo y maquillaje, y de tu obsesión por acabar ese look vanguardista, no reparaste que el televisor anunciaba la interrupción de la programación ordinaria para dar, en directo, unas imágenes borrosas en tono verde esmeralda, con destellos por aquí, por allá. Nunca te diste cuenta de que mientras contemplabas el barniz de las veinte uñas de tu esbelto cuerpo, la tercera guerra mundial daba comienzo para cambiar así, de un tajo, el futuro previsible hasta unos días antes; para garantizar la materia prima a los consorcios americanos que avanzan en su curso de monopolizar la manufactura de productos sintéticos.
Tomaste el frasco de mascara totalmente ignorante al horror de un grupo indeterminado de iraquíes que seguramente, con los ojos bien abiertos y un rictus de pánico en el rostro, veían acercarse sin remedio los proyectiles teledirigidos, las bombas inteligentes diseñadas para destruir, con más saña que en cualquier otro tiempo. Todo eso te lo perdías en el gran espectáculo que ofrecían las televisoras, cuando entre corte y corte de publicidad, invitaban a chicos y grandes a contemplar por horas la manera en la que una superpotencia militar sin precedente, acababa con los sueños, la cultura y la tranquilidad de miles de personas que nunca eligieron estar allí para vivirlo.
Cuando diste el último retoque al carmín a tus labios carnosos y sensuales, y por fin volteaste la cara al televisor, estaban dando un anuncio de autos americanos, una combinación visual de colores celestes que producían un halo especial de triunfo y satisfacción al tío ese que sonreía con dentadura blanca y postiza, verdaderamente feliz por haber cambiado su esfuerzo laboral de años por ese peculiar privilegio de conducir un auto que mezcla calidad, confort y practicidad.
Levantaste los hombros verdaderamente ajena a las circunstancias del individuo que aceleraba y se perdía en una sinuosa carretera primaveral a ciento ochenta por hora, tomaste el control remoto para silenciar el aparato, y comenzaste a taconear hacia la puerta de tu apartamento en espera de ese compañerito de trabajo que tan simpático se había vuelto en las últimas dos semanas.
Tu mente seguía ocupada en la especulación de algún beso casual durante la noche, y un remate en algún bar de moda, totalmente ignorante al rencor de la guerra, al sudor frío de los soldados americanos que desde las inalcanzables alturas de 35,000 pies y la vertiginosa velocidad de Match II, soltaban bombas a mansalva con la conciencia perdida en alguna sustancia autorizada por el Pentágono que les permitía matar por docenas sin falsos remordimientos; vaya, absolutamente aislada a la cara de pánico que seguramente tendría ahora el dictador de moda, probablemente huyendo presa de su cobardía para enfrentar la muerte como él mismo la contempló a tantos que descuartizó en público y con una sonrisa en la boca.
Así transcurrían para ti, las primeras horas de la gran guerra moderna: una ejecutiva ejemplar y ciudadana promedio de un país que, por no decidir, no encajaba ya ni con Dios ni con el diablo. Una mujer soltera desesperada por sentir bonito, por recibir una caricia en el alma sin esperanza alguna de preocuparse por el brete en el que alguien se metió por participar en las ligas mayores de la responsabilidad mundial, por figurar en el Consejo de Seguridad. Una sensual y sonriente compañera que se fusionaría esa noche con su más primitiva humanidad, muy ajena a lo que sucediera en el otro lado del planeta, pues, a fin de cuentas, nada, pero nada, podías hacer para cambiarlo.
Twitter: @avillalva_
Facebook: Alfonso Villalva P.
Nosotros | Publicidad | Suscripciones | Contacto | Aviso de Privacidad
Reservados todos los derechos 2024 |