México se encuentra en un momento sin precedentes. Este 1 de junio, la ciudadanía elegirá por primera vez a integrantes del Poder Judicial de la Federación, incluyendo ministros de la Suprema Corte. Una reforma que promete democratizar el acceso a la justicia y abrir las puertas del sistema judicial a la voz del pueblo. Pero también, una elección envuelta en controversia, desinformación y desconfianza. En este contexto, surge una pregunta inevitable: ¿qué es más peligroso, votar o dejar de hacerlo?
Los promotores del proceso aseguran que estamos ante un parteaguas histórico. Desde el Poder Ejecutivo se insiste en que la reforma permitirá romper con el elitismo judicial y acercar la justicia al pueblo. El Instituto Nacional Electoral ha asumido la organización completa de la jornada: desde las boletas hasta el cómputo, y asegura que se respetarán principios de transparencia, equidad y paridad de género. A nivel institucional, no hay dudas de que los mecanismos están en marcha y cumplen con la legalidad vigente.
Pero el descontento ha crecido. Numerosos actores políticos y sociales han llamado a NO votar, acusando que este proceso es una farsa diseñada para someter al Poder Judicial al partido en el poder. Desde expresidentes hasta empresarios y colectivos ciudadanos, se ha denunciado que esta elección abre la puerta a la politización de la justicia (Lo cual no es nuevo). Marchas, campañas en redes sociales y llamados a la abstención han calificado el evento como ilegítimo, opaco y potencialmente dañino para el Estado de Derecho.
Ambas posturas —la que impulsa el voto y la que promueve la abstención— parten de una premisa común: que lo que está en juego no es una elección más, sino el futuro de la justicia en México. Y precisamente por eso, el dilema se vuelve más profundo. No es simplemente un acto cívico, es una decisión política con implicaciones estructurales.
Votar implica participar en un modelo nuevo, aún incierto, sin precedentes en el país. Pero también puede significar validar un proceso que muchos consideran manipulado. No votar, por otro lado, puede ser interpretado como un acto de protesta, pero también como un abandono del derecho a decidir. En ambos casos, el riesgo está en la pasividad: en votar sin información, o en abstenerse sin asumir que otros decidirán por nosotros.
La historia ofrece espejos útiles. En Estados Unidos, la elección popular de jueces estatales ha derivado en la captura del sistema judicial por intereses económicos y políticos. En Venezuela y Polonia, reformas judiciales bajo el argumento de "democratización" terminaron erosionando la independencia judicial. Estos ejemplos muestran que cambiar la forma de elegir jueces no garantiza una mejor justicia, pero también que quedarse al margen no frena las consecuencias.
Entonces, ¿qué es más peligroso? Tal vez no sea una cuestión de blanco o negro. El verdadero riesgo está en la indiferencia. Votar de manera desinformada o automática es tan perjudicial como no votar por apatía o miedo. La responsabilidad ciudadana no termina en acudir o no a las urnas, sino en entender lo que se vota, cuestionar lo que se propone y exigir que el poder —cualquiera que sea— rinda cuentas.
La democracia no se mide sólo por los procesos, sino por la conciencia con que se ejercen. Y en esta elección histórica, ¡¡¡la peor elección sería no elegir pensar!!!
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