La guerra moderna no siempre se libra con misiles ni con tanques. El caso de Hezbolá y el cerco financiero impuesto por Estados Unidos e Israel al Líbano revela una arquitectura sofisticada de asfixia económica que permite, sin disparar una bala, alterar el destino de naciones enteras.
En esta guerra, el efectivo se convierte en un instrumento de insurrección y subsistencia. Es tangible, no rastreable, y por tanto representa una amenaza para los regímenes de control financiero que hoy y siempre rigen desde Occidente. Los dólares en efectivo que cruzan fronteras no son sólo divisas, son oxígeno para quienes se resisten al cerco. El efectivo no necesita de intermediarios ni deja huellas digitales. Por eso se persigue.
Pero el efectivo es apenas un símbolo primario de autonomía. La verdadera estructura que se desea controlar es la digitalización de todo el dinero y la mediación de toda transacción a través de nodos fiscalizables. Es aquí donde el blockchain y las criptomonedas entran como nuevas arenas de conflicto. Lejos de la retórica libertaria con que nacieron, las criptomonedas están siendo cooptadas o atacadas en su raíz, no por lo que hacen, sino por lo que permiten evitar: la centralización absoluta del poder monetario. Los esfuerzos de Estados Unidos por rastrear los puntos de conversión entre moneda fiduciaria y criptodivisas, o por cerrar los flujos de entrada en Líbano hacia monedas digitales, muestran que lo que se busca no es sólo castigar a Hezbolá, sino impedir que cualquier actor periférico construya un sistema financiero alternativo.
El blockchain descentralizado representa, una disidencia estructural, su simple existencia amenaza la premisa central del orden financiero global.
El tercer pilar de esta guerra es el control de los bancos centrales, la pieza maestra del ajedrez financiero. Estados Unidos ha demostrado, una vez más, que quien controla el banco central, controla el futuro de una nación. La designación de funcionarios afines, el desplazamiento de operadores incómodos, y la imposición indirecta de políticas monetarias externas han convertido al Banco Central del Líbano en una oficina satélite del Departamento del Tesoro. Ya no se trata de devaluar la moneda para imponer reformas estructurales, sino de restringir directamente el acceso a cuentas bancarias, cerrar entidades solidarias como Al-Qard al-Hassan, y destruir las alternativas crediticias comunitarias. En otras palabras: sofocar toda forma de economía no alineada.
El control de los bancos centrales no es sólo técnico, es simbólico. Representa la colonización del alma financiera de un país. Cuando una nación no puede emitir, mover o recibir su propio dinero sin permiso externo, ha dejado de ser soberana. Cuando una resistencia armada se ve forzada a operar con maletas de billetes, criptomonedas ocultas o cooperativas amenazadas de cierre, lo que se busca no es su derrota física, sino su aniquilación social.
Este modelo de asfixia —efectivo, blockchain, banco central— no es exclusivo del Líbano. Es una plantilla. Hoy se aplica a Hezbolá, mañana puede aplicarse a cualquier organización o país en el mundo, incluso dentro de sociedades democráticas, que desafíen los términos del sistema financiero dominante. Bajo la máscara de la seguridad y la lucha contra el terrorismo.
¿El efectivo? Es libertad en papel. ¿El blockchain? Es un lenguaje cifrado de resistencia. ¿El banco central? Es el trono desde el cual se puede asfixiar o resucitar a un país. El caso del Líbano no es una excepción: es una advertencia.
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