Discriminar: como costumbre, como acto reflejo, como hábito social. Discriminar por acción de la inercia de la vida, por formas maltrechas del devenir cultural, por presión de los demás, por pertenecer nosotros mismos, por no quedar fuera.
Discriminar, fundamentalmente, por ignorancia y acumulación, legendaria a veces, de prejuicios, de preconcepciones que han desarrollado raíz incluso en el núcleo familiar, en la aventura de vivir la rutina diaria, en nuestros modismos lingüísticos, en el mensaje tan directo que comunica a un recién nacido con la leche de mamá.
Escucho y leo en muchos sitios comentarios, posturas, condenas y hasta acciones –discriminatorias en sí mismas también-, respecto de los sujetos que llevan a cabo la acción de discriminar y de la teorización del hecho mismo de hacerlo. Sin restarle valor al análisis, y mucho menos a la profundización del fenómeno de manera científica y teórica, contrasta el hecho de que existe mucho menor volumen de información, opinión -disponible para cualquier persona-, y disquisiciones en relación a los efectos directos e indirectos en una vida como la tuya y la mía, causados por la discriminación: todas esas oportunidades que se pierden, todo ese sufrimiento, el miedo permanente, la persecución en casos extremos; toda esa calidad que se aniquila en nuestra vida, la cancelación total o parcial de nuestra posibilidad de desarrollo integral para desplegar nuestro potencial; los sueños por descubrir, el anhelo perdido.
La discriminación es básicamente una acción de desplazamiento, de impedimento. Genera una barrera artificial en el camino pleno y libre de la víctima hacia el ejercicio completo de sus derechos. Una barrera de entrada al terreno de la plenitud, la normalidad, la espontánea decisión de ser lo que a cada uno le salga de la gana.
Su manifestación es múltiple e inagotable pues tiene como elemento esencial la posibilidad de presentarse en todos los ámbitos de nuestra vida: equidad en ingresos por trabajo igual, oportunidades de estudio, garantía de decidir, en fin, en las consecuencias de nuestros actos o nuestras omisiones.
Se discrimina en México por razones de color de piel, raza, idioma hablado, género, geografía -hasta por el barrio que habitamos-, confesión religiosa, convicciones, principios éticos, edad, nuestra presunta condición socioeconómica, nuestras discapacidades, vaya, hasta por el deporte que cada cual ha de preferir. Curiosamente quienes discriminan a otros son, frecuentemente, víctimas de la discriminación también, ellos, sus padres o sus hijos. La cultura de la discriminación se robustece en la revancha, se oficializa en el resentimiento.
Hay leyes, organizaciones, instituciones públicas, expertos, pero solamente podremos mudar a una vida más plena y a un desarrollo individual robusto en la medida que transformemos esa cultura actual de discriminación por una actitud colectiva incluyente y respetuosa. ¿Por qué no cabemos todos? ¿Por qué trasladar con rabia y rencor nuestras incapacidades?
Es una constante: en los periódicos, la televisión, la radio, las redes sociales, las sobremesas y las conversaciones en un bar. Somos dueños de la verdad absoluta. Somos los únicos guapos, simpáticos. Somos quienes aún sin rigor tenemos la interpretación correcta. Somos cool, grandes o chiquitos. Somos la punta de flecha de obsidiana que marca al destino nuestro, excluyendo a quien quiera que piense distinto, denostando a cualquiera que no sea igual.
Todo ese valor que perdemos como sociedad al cancelar el desarrollo de quienes sufren discriminación, es valor que, de recuperarlo como individuos, nos aproximará a eso que tanto declaramos y añoramos, pero que acaba diluyéndose y alejándose en ese plano personal pues no se articula en la plataforma gremial de quienes nos rodean. Nos aproximará a que todos podamos recorrer los caminos de nuestra vida para libremente elegir nuestro potencial por descubrir...
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