Veracruz | 2025-03-25
Hace mucho dejé de preocuparme por mi cuerpo. Los dos últimos años de vida, me habían enseñado a dejar de hacerlo, pues pese a los cuidados de alimentación y ejercicio las secuelas de la edad, después de los 60 eran inevitables.
Cuánto tiempo invertido sobre la piel. Cremas, tratamientos relajantes, horas en el gimnasio, terapias relajantes, y sin embargo las arrugas y la flacidez aparecían en los brazos y piernas, rostro y cuello... la vejez me invadía.
Y lo más notorio se mostraba en mi cambio de ánimo. Culpaba de manera constante al espejo y empecé a quitarlos de mi casa.
También evité las compañías, desde luego las reuniones.
Los pocos amigos a quienes frecuentaba me parecían émulos de los dobleces aparecidos en mi cuerpo, por ello opté por la sombra.
Empecé por eliminar luces. La sala y el comedor no, esos espacios definitivamente los cerré. En los pasillos y la escalera, dejé solo focos ahorradores y de la antesala y el comedor, quité las lámparas.
La mayor penumbra quedó en mis habitaciones privadas, pues las lunas de los espejos estaban empotradas en la pared y salía muy costosos, quitarlos e igualar el empastado de las paredes.
Mi circunstancia se tornó sombría, tal como mi cuerpo.
No solo la oscuridad envolvió mi existencia, el entorno se le igualó.
Desde la tarde en cual descubrí una capa blanda y colgante en mis glúteos y antebrazos, decidí convertirme en un ser callado y gris, ya no había manera de retroceder, salvo cuando miraba mis hermosas fotografías de gloriosos ayeres, hogaño es sombra, me dije con pesadumbre.
Camino por mi pequeño jardín y también eliminó plantas, me dan envidia sus nuevos verdes, su germinar en las estaciones de sol.
Saboreo mi otoño con buen tinto, su sabor me remonta al placer de todavía tener una boca con labios suaves, aquella descubridora de tantos bellos deleites de amores sutiles pero fallidos.
Envejezco...