Veracruz | 2025-05-13
Estados Unidos y China se sentaron finalmente a la mesa en Ginebra. Lo hicieron no por gusto, sino por necesidad. La guerra comercial entre ambas potencias, intensificada desde abril con aranceles altísimos por ambos lados, había comenzado a mostrar síntomas peligrosos: fábricas cerradas, mercados volátiles y una cadena de suministro internacional al borde del colapso.
Durante dos días, representantes de alto nivel —el secretario del Tesoro estadounidense Scott Bessent, el embajador comercial Jamieson Greer y el viceprimer ministro chino He Lifeng— negociaron en un entorno descrito como serio y constructivo. De ese encuentro surgió un acuerdo temporal: reducción recíproca de aranceles por 90 días. Washington bajará los suyos del 145% al 30% y Pekín del 125% al 10%, comenzando el 14 de mayo.
Más allá de lo simbólico, el acuerdo ofrece oxígeno a las economías de ambos países, pero sobre todo al resto del mundo. Aunque persisten tensiones —especialmente por los productos farmacéuticos, el acero, y el siempre presente tema del fentanilo—, se ha dado un paso hacia la estabilización.
El mecanismo bilateral de seguimiento pactado permitirá consultas periódicas en territorio chino, estadounidense o en terceros países, lo cual representa un intento formal de evitar una nueva escalada. La OMC, como era de esperarse, celebró la iniciativa, aunque la organización hace tiempo que parece un testigo más que un árbitro.
Pero mientras en Ginebra se hablaba de comercio y cooperación, en un tren diplomático hacia Kiev se hablaba... de otra cosa. O mejor dicho, no se hablaba, se especulaba. En un video que rápidamente se viralizó, el presidente francés Emmanuel Macron aparece recogiendo un pequeño objeto blanco de una mesa y deslizándolo nerviosamente a su bolsillo, mientras el canciller alemán Friedrich Merz parece cubrir otro objeto frente a él.
La escena duró segundos, pero bastó para incendiar las redes sociales. Mientras Estados Unidos y China buscan generar mejores condiciones comerciales, Macron y sus amigos en Kiev se empolvan un poco la nariz —a decir de muchos—, mientras otros tantos defienden lo indefendible. Las versiones oficiales hablaron de un "pañuelo de papel" y de una "cuchara para revolver el café", pero la imagen quedó instalada: tres líderes europeos con expresión de haber sido sorprendidos justo antes de algo... sumamente incómodo.
Desde Rusia, por supuesto, no dejaron pasar la oportunidad. Funcionarios como María Zakharova y Margarita Simonián convirtieron el episodio en un arma retórica para reforzar la narrativa de una Europa decadente y moralmente erosionada.
Más allá del ruido en redes y la controversia diplomática, la comparación es inevitable: mientras en Ginebra se negocia la paz comercial, en Kiev se filman escenas dignas de una comedia política. La diferencia entre ambos escenarios refleja, en cierta forma, las prioridades —y los estilos— de liderazgo de estos tiempos.
Así, mientras el mundo intenta recuperar la cordura económica entre cifras, aranceles y pactos, algunas figuras públicas parecen más preocupadas por no estornudar ante la cámara.