Veracruz | 2021-12-10 | Mariano Moreno Santa Rosa
Cualquiera que me conozca sabe de mi admiración por la lírica de Joaquín Sabina, y cualquiera que admire a Sabina conoce la afición que tiene con las corridas de toros. Soy cantante por cobardía, ha dicho varias veces, yo lo que quería era ser torero. Para él, es una pasión sublime, ancestral y maravillosa. Considera que el toro de lidia es el animal mejor tratado de la creación y que no hay nadie más ecologista que los ganaderos que los crían. Su mejor regalo de cumpleaños se lo dio José Tomás. Se trata de un traje confeccionado de purísima y oro (en honor de una de sus canciones más hermosas) manchado con la sangre del torero, que llevaba puesto una tarde que lo cogió un toro en Madrid. Por lo mismo, Sabina también ha sido un férreo defensor de la tauromaquia: El que no quiera ir a los toros, que no vaya. Y que se dejen de tocarnos los cojones, que hay cosas más importantes. Luego, en un tono menos sabinero, ha reconocido lo siguiente: Los antitaurinos tienen razón. Los toros se acabarán y se tienen que acabar. Es lógico y civilizado que se acaben, pero mientras tanto yo seguiré yendo todas las tardes a verlos.
A Joaquín Sabina le gustan los toros. Y también a Mario Vargas Llosa y a Joan Manuel Serrat. Y le gustaban a Picasso, a García Lorca, a Hemingway, a Agustín Lara y Orson Welles, a Ava Gardner y María Félix, a Almudena Grandes, Luis Eduardo Aute y a Gabriel García Márquez.
Lo que no creo que le guste a Joaquín Sabina, ni a los demás aficionados, es la reciente iniciativa de ley que busca prohibir las corridas de toros en la Ciudad de México, que alberga la plaza de toros más grande del mundo.
Uno de mis tantos engaños de la infancia fue pensar que mi padre había sido torero en su juventud. En la cocina de la casa había un cartel taurino que anunciaba a Mariano Moreno “El niño de la capea”. Yo veía el cartel imaginándome a mi padre esquivando cornadas, clavando banderillas en el lomo de la bestia, y creo que hasta ganas me dieron de ser torero cuando fuera adulto, y no hubo amigo a quien no le dijera que mi padre había sido una leyenda del toreo.
Me imagino que la fantasía se volvió tan insostenible que mi madre tuvo que contarme la verdad. Aquel cartel había sido mandado a hacer por unos amigos que se lo trajeron de España. Eso, y descubrir que los dinosaurios de Jurassic Park no eran reales, contribuyeron a formar un escepticismo en mí que aún perdura.
Pasó el tiempo y vi mi primera corrida de toros cuando tenía once años. Sentado en la butaca veía el clamor de la gente que me rodeaba, y empezaba la música y los caballos entraban al ruedo, y de repente esa plaza de provincia española me pareció que compartía la majestuosidad del Coliseo Romano. El toro apareció furibundo, golpeando las barreras de madera. Sin decírselo a nadie, yo quería que el toro ganara, que hubiera alguna justicia en contra del torero. Para ser mi primera lidia, el torero tuvo la mala suerte de que se cumpliera mi deseo imbécil. El toro le dio una cornada que lo alzó por los aires. Quedé estupefacto, queriendo ver más. Mientras el torero era evacuado en camilla y otros picadores distraían al animal, yo pensaba que sería un aficionado a las corridas de toros por el resto de mi vida.
Recuerdo un polémico artículo de Vargas Llosa en el cual defendía a la tauromaquia, en el contexto de su prohibición en Cataluña, y el Nobel peruano afirmaba que: para quien goza con una extraordinaria faena, los toros representan una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo.
A mis treinta años, y después de haber asistido a dos o tres corridas en mi vida, sigo sin encontrar en la fiesta brava esa magia de lo sublime que sí ven mis ídolos literarios. Alguna vez me explicaron la metáfora que representa la fiesta taurina, la luz prodigiosa del torero que enfrenta valientemente la oscuridad temerosa del toro; y sin embargo, me cuesta hallar ese aroma de poesía en un espectáculo bárbaro, cruel, propio de épocas antiguas. Que alguien me señale en dónde está la belleza en ver a un animal torturado, confundido, sangrante y moribundo. Sí puedo reconocer la influencia que los toros han tenido en el arte, tanto les debe Goya, Picasso, el Museo del Prado, y Hemingway y Sabina. Lo que no veo es el arte en los toros.
En la tauromaquia no veo al animal más amado del mundo, ni el concierto de Beethoven, la comedia de Shakespeare o el poema de Vallejo. Lo que veo es a un animal extraordinario con picos incrustados en la piel y sangre que le escurre del hocico. Un animal que desconoce cuál es su rol en aquella arena extraña, que no pidió ser parte de ese espectáculo, que embiste por instinto y que ignora que toda la gente que hay a su alrededor está ahí para aplaudir su muerte. Veo a un animal que lo que menos le interesa es morir “repleto de gloria”, para entretenimiento de los humanos. Dice Joaquín Sabina: Creo que hay muchísima ignorancia entre los antitaurinos y muchísimo desprecio a una cosa que ha sobrevivido siglos y que puede ser absolutamente bellísima. Pues sí, tal vez sea eso. Que sea la ignorancia, entonces, lo que evite la crueldad en contra de los animales. Y aunque no me guste la corrección política ni el moralismo, sí creo que deben prohibirse las corridas de toros, aunque eso ponga a Joaquín Sabina mucho más triste que un torero, al otro lado del telón de acero.
Twitter: @marianomoreno7