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¡Jarochada al grito de guerra!

La construcción cultural de una identidad
Sociales | 2019-04-22 |
¡Jarochada al grito de guerra!
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En las recientes conmemoraciones por los 500 años del inicio del proceso fundacional de Veracruz, como parte de las actividades organizadas por el comité encargado de ello, se programaron dos funciones en el Malecón del Paseo del espectáculo denominado Jarocho.

En una combinación mágica de mezcla de ritmos, voces, instrumentos y danzas, los bailarines desarrollaron un montaje coreográfico que “homenajeaba” las raíces de la identidad afromestiza que descansa en lo jarocho. Pero, en este marco conmemorativo ¿sabemos de dónde proviene esta construcción cultural? ¿nos hemos cuestionado de qué coyuntura histórica brotó? ¿cómo fue transitando de ser mote despectivo para señalar a un determinado grupo a ser orgullosa etiqueta que se corea en cada evento popular porteño? ¿En qué momento el jarocho se popularizó como un estereotipo reconocido a nivel nacional? 

El estereotipo jarocho se encuentra estrechamente vinculado con la cultura africana que arribó a nuestras costas de forma mayoritaria a finales del siglo XVI como mano de obra esclava para integrarse al cultivo de la caña, el tabaco, la minería y la estiba, esta última actividad para el caso de los negros que permanecieron en el puerto de Veracruz.

La incorporación forzada de africanos al orden colonial novohispano tuvo un fuerte impacto cultural en las regiones donde se asentaban, pues pronto aprendieron a convivir con otros grupos originarios con los que compartían (además de las condiciones de pobreza, marginación y maltrato) un sentido de identidad comunitaria que pronto definió rasgos muy particulares en torno a un ritual festivo denominado fandango, mismo que los puso bajo sospecha por la Iglesia que miraba con recelo y desconfianza sus extravagantes bailes, sus ruidosas melodías y su licenciosa conducta.

La trayectoria histórica del fandango, la “cultura jarocha” y la influencia africana ha sido por demás explicada por diferentes autores como Antonio García de León, Rafael Figueroa Hernández, Ricardo Pérez Monfort, Yolanda Juárez Hernández o el propio Gonzalo Aguirre Beltrán, por lo que el objeto de este texto es más bien explorar otra vía que nos ayudará a comprender cómo los conflictos militares que se desarrollaron en Veracruz a lo largo del siglo XIX y que involucraron a los jarochos como milicianos, los insertó a través de la prensa en el imaginario nacional con una serie de rasgos culturales específicos.

Para Juan Ortíz Escamilla en su artículo Las compañías milicianas de Veracruz. Del “negro” al “jarocho”: la construcción histórica de una identidad,  a lo largo de los siglos XVIII y XIX se fue construyendo una identidad histórica al calor de los procesos de militarización de los habitantes de la costa en prevención de una posible invasión extranjera (inglesa primero, francesa después) que amenazaba la integridad de la Nueva España. 

En este sentido, los preparativos para la defensa de las costas implicaban reconocer el tipo de población que la habitaba y la forma en qué podía contribuir en una probable amenaza de guerra. Por ello, en el caso del grupo que habría de devenir en jarochos antes de las reformas borbónicas se les identificaba como “mulatos y negros”; con tales reformas se les denominó “morenos y pardos”; durante la guerra civil de 1810 los insurgentes los definieron como “trigueños”, y a partir de la independencia de México se generalizó la categoría de “jarochos”, no solo para identificar a los afromestizos sino al grueso de los grupos armados que apoyaban principalmente a Antonio López de Santa Ana”.

De igual forma,  Antonio García de León en su libro Fandango. El ritual del mundo jarocho a través de los siglos, refiere que “desde principios del siglo XIX se forjó un regionalismo a partir de lo jarocho, que después de la independencia, y de la participación militar de los campesinos del área en sus escaramuzas y bandos armados, fue retomado por algunos intelectuales y políticos para reforzar los intereses regionales en el momento de la construcción de la clase política liberal de la comarca”. 

Con este antecedente, es preciso mencionar que en términos de ubicación espacial, al jarocho se le identificaba originalmente –y hasta la fecha- como habitante de la costa Sotaventina cercano a las zonas ganaderas de Cosamaloapan y Tlacotalpan y a lo largo del río Papaloapan, aunque algunos de ellos también circundaban en el Veracruz extramuros donde se agrupaban principalmente en los barrios que rodean a la Iglesia del Cristo del Buen Viaje.

Será el anárquico siglo XIX y la prensa de la época los que, en parte, impulsen en el imaginario nacional el estereotipo del jarocho (un poco distinto, por cierto, al estereotipo que el traje blanco y pulcro y el baile coreografeado nos vende), ya que es en esta centuria cuando los principales procesos y actores político-militares que definieron la identidad nacional y el proyecto de nación pasaron por el puerto de Veracruz o tuvieron ahí su epicentro.

En la defensa de la independencia en el período de 1821 a 1825, cuando el último reducto militar español se atrincheró en San Juan de Ulúa, se hizo popular hablar de la jarochada para referirse al conjunto de milicianos que se habían sumado a las fuerzas del carismático general trigarante Antonio López de Santa Ana y era uso común definirlos con desprecio tanto por los españoles como por los triunfantes criollos. 

Por ejemplo, en la Gaceta Imperial de México del 17 de diciembre de 1822, el entonces coronel José María Lobato se refería a los jarochos como sujetos “tan despreciables en sus vicios, como inútiles en campaña”.

Para la década de los cuarenta, México aún se encuentra en el proceso de definir qué quiere ser como nación, pero sus poblaciones rurales parecen tener ya una identidad regional bien definida y sus costumbres empiezan a ser foco de interés de los primeros observadores sociales, principalmente los viajeros. 

En el caso de los jarochos, para 1842, la publicación El Museo Mexicano, les dedica una amplio artículo en el que señala que “los verdaderos jarochos no son inclinados a las labores del campo […], el verdadero jarocho se dedica más bien a ganadero, matador de reses o chalán, y casi nunca por su gusto a marinero ni soldado, aunque tenga inclinación a la guerra y a la mar”. No nos extrañe encontrar en esta descripción otro por qué de aquella frase tan pegajosa de la bamba: “Yo no soy marinero…”.

Como se puede observar, para esta década, el jarocho pareciera estar bien identificado en el imaginario popular como un sujeto que sabe dar pelea, aunque no necesariamente que sepa pelear, o al menos no apegándose a cánones o códigos de la guerra en el siglo XIX. 

Por ejemplo, en 1847, durante la invasión norteamericana, el Diario del Gobierno de la República del 27 de marzo cita un parte militar en el que se lamenta del elevado número de deserciones en Veracruz a las primeras escaramuzas frente a los gringos, quedando únicamente la jarochada que “carece de la instrucción y disciplina indispensables para presentar con éxito una batalla, y emprender otras operaciones serias, y solo puede emplearse, como se emplea, en hostilizar parcialmente al enemigo”. 

En ese conflicto contra los norteamericanos y en los posteriores en que se verán involucrados, los señalamientos al carácter indomable de los jarochos permiten hacer una distinción que se remarca recurrente en la prensa entre la tropa regular y la jarochada como fuerzas totalmente dispares.

Para 1851, los encendidos bailes jarochos, el carácter desenfadado y la sensualidad de sus mujeres, quedaba retratado por José María Esteva en el periódico literario El veracruzano, donde a través de un poema, romantizaba la esencia de un fandango.

En el transcurso de la guerra de Reforma, los periódicos conservadores recurrentemente aluden a la cobardía, indisciplina y holgazanería de la jarochada, valga el ejemplo del periódico La Sociedad del 1 de septiembre de 1858, en plena guerra de Reforma y con el asedio conservador sobre Veracruz, se mofaba de la siguiente manera “si las esperanzas del liberalismo veracruzano estriban en los esfuerzos de los jarochos, es cosa de que se entristezcan Juárez y su comparsa. Los jarochos son indolentes por naturaleza y prefieren pasar la vida acostados boca arriba a montar el mando [caballo], empuñar la lata [el machete] y salir a romperse la crisma por cosas de que no entienden ni una palabra”.

Al triunfo de la guerra de Reforma y con la consecuente segunda intervención francesa, la jarochada dejará de ser una milicia indisciplinada y se alineará en las filas de la resistencia republicana en Veracruz que tendrá en la Cuenca del Papaloapan un foco persistente hasta el triunfo de la República.

Los procesos de modernización y expansión urbana desarrollados en el porfiriato, así como el auge de las ciencias sociales que tendrán un particular interés por el folclor y las expresiones regionales, situarán al jarocho como el reflejo de un modo de ser caracterizado por la jocosidad de su hablar, su carácter alegre y festivo y principalmente por su asociación con las clases populares que, a finales de los noventa del siglo XIX, con el aumento de la migración cubana, en el caso del puerto de Veracruz, dará pie al nacimiento de una nueva mezcla de ritmos que habrán de enriquecer la cultura porteña hasta la década de los años cuarenta, cuando el alemanismo convirtió al jarocho en el signo por antonomasia del folclor veracruzano, un estereotipo que poco abrevaba de la personalidad y carácter que nos describe la prensa del siglo XIX y que está más vinculada a la vida rural que a los rasgos de una ciudad moderna, como ese Veracruz que se lo apropió, de acuerdo con García de León, como “un folclor reinventado al calor del nacionalismo” que convirtió al jarocho en el estereotipo que hoy reproducimos, sin su connotación “de pobre y campesino”, cuyo atuendo típico “sería una clara muestra de que el calificativo ya no se refería a las clases populares” sino a una nueva vertiente hispanista o españolizante, marginando lo negro en la formación del estereotipo jarocho, como intitula una de sus investigaciones Ricardo Pérez Monfort.

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