Inicio este artículo con una bella frase de Henry Adams quien fuera un hombre de letras e historiador estadunidense. “El maestro deja una huella para la eternidad; nunca se puede decir cuando se detiene su influencia”. Pues todos hemos sido alumnos en algún momento de nuestra vida y todos tenemos recuerdos (la mayoría de las veces muy agradables) de aquellos maestros que ayudaron a forjar nuestra educación.
Yo asistí al jardín de niños “Tomasa Valdez viuda de Alemán”, que todavía se encuentra en la esquina que hacen las calles de Cortés y Revillagigedo. Mi lugar favorito en este Kinder (así lo llamábamos entonces) era el Salón de Cantos y Juegos porque había un piano vertical de color negro, la maestra Lucha (desafortunadamente no recuerdo su nombre completo) lo tocaba. Yo cada vez que podía me escapa de mi salón para ir a escuchar el piano. La señorita Lucha (así se le llamaba a todas las maestras aunque fueran casadas), me quería mucho porque yo aplaudía muy entusiasmado cada vez que ella terminaba una melodía. Y pensar que todos los días, los niños de todos los grados y salones cantábamos el Himno Nacional (ahora como han cambiado algunas estrofas no me animo a cantarlo porque no estoy muy seguro de hacerlo bien).
Mis padres como maestros de escuela primaria que fueron, tenían muchos amigos entre sus colegas. Así es que, conocí a muchos de los que fueron mis maestros en la primaria, la secundaria y el bachillerato, en un plano totalmente humano, no nada más como mentores. De todos ellos guardo un recuerdo muy bueno, no quisiera nombrarlos porque fueron tantos que estoy seguro olvidaré algún nombre y no sería justo.
Benjamin Franklin dijo “Dime y olvido. Enséñame y recuerdo. Pero involúcrame y aprendo.” Todos mis maestros (“maestros de los de antes” como decía mi madre) tuvieron esa total entrega y muchos fueron esos padres sustitutos que los niños no encontraban en sus casas.
Se decía que todos los maestros de la secundaria, ya dije que fui alumno del Ilustre Instituto Veracruzano, eran muy serios, aunque puedo decir que casi todos tenían su lado divertido, lo que daba como resultado que muchas clases eran fenomenales por los chistes que el profesor contaba durante su disertación y como los buenos comediantes, lo hacían con una expresión tan seria que no sabías en qué momento reírte. Uno de ellos era el maestro Fabián Vázquez Silvestre, un maestro muy chaparrito que daba álgebra y geometría. Los salones en el Ilustre (lo que ahora es la escuela de Bachilleres de Veracruz) tenían una cátedra donde se subían los maestros para dar su clase; nada más que, mientras el maestro Ramón Delong Maitre (que era muy alto) lucía imponente subido en la cátedra, el maestro Fabián casi no se veía.
Joyce Meyer (escritora cuyos libros han sido traducidos a cientos de idiomas) nos puntualiza: “Los profesores pueden cambiar vidas con la mezcla correcta de tiza y desafíos”. Y estoy totalmente de acuerdo con ella, pues muchos jóvenes después de haber sido alumnos del gran profesor Nicolás Fidalgo Méndez, quien dominaba las matemáticas básicas, decidieron estudiar alguna de las carreras de la disciplina de las ciencias exactas. Y me pongo a reflexionar, cuántos escritores y literatos habrán tenido excelentes maestros en lengua española dando como resultado que esta situación marcó sus destinos. Así como de los pintores, escultores, músicos etc.
Quiero despedirme con esta bellísima frase de Andy Rooney (escritor de radio y televisión estadunidense): “La mayoría de nosotros no tenemos más de cinco o seis personas que nos recuerdan. Los maestros tienen miles de personas que les recuerdan por el resto de sus vidas”. Y vivir en el recuerdo de nuestros alumnos es vivir eternamente.
GRACIAS
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