Desde mi llegada al invernadero, importada de Madagascar, fui la más hermosa de las plantas de la casa de cristal soleada de los Estrada.
Ellos eran personas dedicadas a diversos negocios y de manera reciente habían tomado como un hermoso pasatiempo el trasplantar orquídeas para diversos usos.
La familia estaba feliz con el nuevo entretenimiento. Casi todos contribuían a su vigilancia. Pero Claudia, la hija mayor ponía harto empeño en nuestro cuidado, especialmente en mí, pues prometía ser la de mayor belleza y constancia de ello fue la realización de un óleo, donde de manos e imaginación de la audaz mujer, quedé plasmada cuando crecí en esplendor.
Todos los días me custodiaban en abono y riego. Mi tallo era recto y verde- musgo, contrastaba con el delicado rosa de mis pétalos y el negro azabache de mis pistilos y la buena hechura de mis sépalos y estambres.
Pero una tarde llegó un remanente de flores y los dueños empezaron a olvidarse de mí, solo Claudia conservó mi recuerdo en el cuadro de mi especie colocado en el pasillo muy cerca de sus habitaciones.
Un día llegó la invitación a una boda. Y los Estrada decidieron darme como regalo nupcial.
Llegué a un departamento muy bien decorado, por el famoso Isak Kanarek singular diseñador de interiores. Viví por un tiempo en una preciosa maceta, y desde tal recipiente lucía todo mi esplendor de clorofilia.
No obstante, los conyugues habitantes del inmueble, empezaron a distanciarse, su incomprensión, pleitos y desapego, minó mi existencia.
Poco a poco me fui marchitando, deshojándome, como fin de amor, al no ser tomada en cuenta.
Una noche al caer el último de mis pétalos, vinieron a mis cansados tallo y corona, la ilusión perdida de haber sido reina de invernadero e inspiración plástica de una creadora visual
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