Lo habíamos pactado así, con todos los elementos esenciales de un trato comercial, como hombres de negocios de esos paradigmáticos que descienden de aviones en Nueva York, con maletín de cuero italiano en la mano y un gesto adusto que parece decir, verá usted, así, circunspecto. Así era el pacto que la gran Beverly Hall me pidió negociara con los jóvenes que movilizaban y tomaban el liderazgo del grupo de Adictos Anónimos de algún lugar de Iztapalapa, que perdieron el anonimato conmigo mirándome a los ojos y poniéndome su pliego de pretensiones por delante.
Necesitamos trabajar, me dijo mi interlocutor con firmeza y convicción. Nuestra enfermedad nos exige tener una manera productiva de aprovechar el tiempo, de ejercer nuestra concentración, de mitigar las carencias. Queremos dejar el chemo atrás, en un pasado que solamente parezca pesadilla.
El trato implicaba la posibilidad de oficiar de pintores de instalaciones en organizaciones de la sociedad civil. -Verá usted don, agradecemos el donativo, pero queremos chambear-, me dijo con convicción mi interlocutor que, para mayores señas, jamás, así como sus compañeros, tuvo apellido aparente en la discusión.
Además del estipendio en numerario, querían que el precio incluyera algo más -eran buenos negociantes-. Querían que personajes de la vida ordinaria como yo, como tú, como cualquiera, se diera una vuelta con la banda para platicar. Para que los chavos, especialmente los más chicos, supieran que no todo es la supervivencia en la calle, el arrebato de la abstinencia, cuando el mundo entero parece cernirse sobre tu humanidad. Sobrevivir cueste lo que cueste, señor -me dijo- sino que existen otras formas de vivir y no morir en vida. Una vuelta con la banda, así, por el puro gusto de tener amistad.
“Las terminales nerviosas -continuó explicando- murieron con las palizas que nos dieron de chicos, la indiferencia de la gente, esa maldición que uno siente cayó encima, y que parece nos hace oler mal cuando uno circula por los circuitos de quien, al menos públicamente, no sucumbió a la tentación evasiva del cemento, la mariguana, el pegamento o el alcohol”.
Quizá es más malo para la salud, a veces, tomar un baño matinal y salir a la calle a trabajar o a estudiar, corriendo el riesgo de cruzar con la bici o el coche o el microbús, en un fuego cruzado de quienes se arrebatan la plaza en pos de esas ganancias exorbitantes que produce el comercio ilegal de algunas de las drogas -no todas son ilegales, por supuesto-, que nos han llevado a conocer dimensiones infernales que dudo mucho haya imaginado un mortal común, así, corriente.
Recordaba ese pacto entre caballeros sellado por allá de año 1994 en una cafetería Vips de la colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México. Recordaba, mientras leía los titulares intransigentes de posturas irreconciliables de quienes, al parecer, muy por encima de las circunstancias, condenan con índice de fuego a los adictos, preservando su criminalización y desplazamiento social.
Y claro, lector querido, me dirá usted que existen argumentos contrarios a su legalización, pero como sostenerlos ante la evidencia de que las adicciones a otros productos legales distintos a la marihuana representan una mayoría de los casos. ¿Acaso vamos a prohibir el pegamento UHU, el Resistol 5000, el cemento? No tendríamos que hacer lo mismo con las copas de ron y de tequila que no solamente matan de cirrosis, sino en accidentes violentos, o actos de violencia inefable a una esposa, a un hijo.
En un país en el que los tres primeros lugares en la causa de muerte son enfermedades del corazón, la diabetes mellitus y los tumores malignos ¿de verdad deseamos mantener en la ilegalidad una industria que causa muertes colaterales, convenientemente mal contabilizadas, en la refriega armada de la corrupción, el trasiego clandestino y el arrebato de la tierra fértil? ¿No es la educación y la información, nuestros derechos elementales, el fondo de la cuestión?
¡No queremos una sociedad de adictos! Dijo vociferando el inquisidor, dirigiéndose de manera maniquea y discriminatoria a aquellos que han enfermado muy probablemente por causas muy distintas a la elección informada y libre. Cuántos de esos adictos inhalan algo para ignorar el llamado de la panza, o los dolores de la enfermedad que nadie, pero nadie, atenderá por pertenecer a ese mundo oculto de la sociedad post moderna que esconde sus miserias bajo el cliché.
¡No queremos una sociedad de adictos! ¡No! Afirmaría yo, pero no porque despreciemos y condenemos a quien sucumbe en la enfermedad. No queremos adicción a la ceguera social, ni al autoritarismo ignorante y negligente que produce que un buen mexicano se enganche con cualquier sustancia solamente para evadirse de la desolación, el recuerdo de la violencia paterna, la discriminación, el embarazo no deseado, la pobreza o el hambre.
Si de verdad no queremos adictos, ya es tiempo de cambiar. Si de verdad no queremos que uno de nuestros niños o jóvenes se precipite por la espiral de las drogas legales o no legales, ya es tiempo de entendernos, de respetarnos y de jugar cualquier otro juego social que no implique la condena gratuita en la comodidad de un hogar caliente, obviando la presencia de esos millones de compatriotas que con, o sin drogas legales, seguirán siendo los desheredados de siempre.
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Facebook: Alfonso Villalva P.
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