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Vacío

2021-05-23 | 08:29 a.m.
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Edmundo Costas checó su tarjeta y orgulloso observó que el reloj imprimió las 6:58 A.M. En sus 24 años de servicio, rara era la ocasión en la que llegaba después de la 7:00 A.M., su horario oficial de entrada. Consciente estaba de que era la envidia de varios de sus compañeros ya que el bono de puntualidad sencillamente no estaba a discusión; Costas tenía años embolsándoselo.

Caminó por el acceso de empleados y finalmente llegó a la recepción del Hotel. El Sea Palace en algún tiempo había sido el número uno en Acapulco y ahora, ante la creciente competencia que se multiplicaba como enjambre de abejas, lo que lo mantenía dentro del gusto de los turistas era su excelente ubicación en playa con una incomparable vista a la bahía.

Saludó a Karen, la recepcionista, con el “buenos días” de costumbre; como cada mañana, Costas la había sorprendido maquillándose en el mostrador. La chica odiaba el tonito con el que aderezaba sus “buenos días”, ya que sonaba como a “Karencita, Karencita, bien sabe que el reglamento del Sea Palace prohíbe arreglarse en el lugar de trabajo. Si nuestro gerente, el señor Davidson, la descubriese, seguro es que la reprendería. Vamos Karencita, procure despertarse cinco minutos antes y, como su servidor, ya llegar perfectamente presentable a sus labores”.

Sin que nadie le hubiera dado el nombramiento oficial, Costas se había convertido en un insufrible policía interno. Cuando había cambio de gerente, invariablemente Costas era uno de los empleados a los que el nuevo jefe llamaba para enterarse de cómo funcionaban las cosas en el hotel y tenía incluso el privilegio y el poder de emitir su opinión a cuestiones como quién era de fiar y quién no valía la pena. Por ello, Karen le obsequió una de esas hermosas sonrisas con las que recibía a los visitantes y le respondió sus “buenos días” con total cordialidad.

Al abordar el elevador, Costas se encontró con doña Laura, la nueva ama de llaves. Mientras subían le preguntó por su familia; en realidad, más que saber acerca de ellos, Costas quería provocar que le devolviera la misma pregunta.

–¡Oh, mi familia! –respondió Costas feliz de que la señora hubiera picado el anzuelo–. Excelente. Están muy bien, le agradezco el interés. Mire, –agregó extrayendo de su cartera un viejo recorte de la sección de sociales del periódico local–, aquí está Elenita con mis dos hijas, Leonor y Perla.

–¡Vaya, qué bella familia, señor Costas! Lo felicito.

–Gracias doña Laura. En esta foto festejábamos el bautizo de mi sobrino. Lástima que yo no salgo con ellas, pero me gusta tanto como lucen que siempre la guardo conmigo.

“Tin”, sonó el elevador anunciando su llegada al octavo piso.

–Bueno, señor Costas, fue un placer saludarlo. Ahora debo darme prisa, ya que al huésped de la 806 le urge una bata de baño.

–Ande, vaya usted y que tenga un día hermoso.

Costas esperó a que doña Laura se perdiera de vista, dobló en el pasillo y se introdujo en la 823. La recorrió palmo a palmo embelesado con cada detalle de la Master Suite: sus muebles, la decoración, el mármol del baño, las amenidades para hacer más confortable el sueño, los óleos con sus paisajes marinos... azul, azul, azul por doquier... ¡qué exquisito gusto! Luego, salió a la terraza y contempló la soberbia vista. La alberca, que por ser muy temprano aún, lucía solitaria y un poco más allá, siguiendo la fila de palmeras que custodiaban la Palapa-Bar, el mar y su playa bañaban a unas cuantas familias que no querían desperdiciar de la Costera, un solo minuto del sol. Costas adoraba tanto esa habitación que, incluso yendo en contra de sus buenos modales, había sacado un duplicado de la llave para poder accesar a ella cuando la reportaban desocupada. Recordaba con gran angustia una ocasión, hacía ya tres años, que una familia la había ocupado por ¡quince interminables días! Finalmente dejó todo exactamente como lo había encontrado y salió sigiloso pendiente de no ser descubierto.

Así iniciaba cada día el ritual de sus labores; aunque monótonas, adoraba sus tareas ya que podía hacerlas casi a ciegas, con puntualidad inglesa. Muchas veces, sin que él lo supiera, sus compañeros se reunían en el comedor de empleados y hacían apuestas de la hora exacta en la que Costas aparecería ahí. La precisión era tal, que ya el juego comenzaba a perder interés. Burgos, el camarero del turno vespertino, una vez le gastó la broma de esconderle su reloj, aprovechando que Costas lo había dejado en el lavabo mientras aseaba sus manos. La furia de Costas fue tal al descubrir la ausencia de su reloj, que Burgos llegó a pensar que le daría un infarto.

La jubilación de Costas, tras 25 años de servicio, era inminente, aunque tenía la esperanza de que Davidson o quizá los mismos propietarios, en honor a su intachable entrega, le pidieran que se quedara un par de años más. El siquiera imaginar la sensación de vacío que invadía su cuerpo al quitarse el uniforme, era intolerable; sentía como despojarse de su única identidad y penetrar en el abismo que formaban las interminables horas del resto del día, ¡qué diablos hacer con ellas! Era una pregunta a la que jamás respuesta alguna acudía.

Más no se lo pidieron. Davidson lo mandó llamar y muy entusiasmado le comunicó que durante el evento de celebración del aniversario del Sea Palace, deseaban darle un reconocimiento y aprovechar para festejar su muy bien ganado retiro.

–Pero... –dijo Costas dispuesto a rogarle que lo dejara quedarse, sin embargo no pudo concluir sus palabras ya que Davidson lo interrumpió.

–No hay pero que valga. El Hotel está muy agradecido con usted. Se lo merece, Costas, y por favor, no vaya a dejar de invitar a su esposa e hijas... ¿son dos, verdad? Oh, sí claro, las del recorte del periódico.

Costas se retiró de la oficina del gerente y a su paso por el Hotel, sintió que las miradas de cada empleado le arponeaban la espalda ¡estúpidos buitres, merodeaban en pos de su puesto!

La noche de la cena, Costas apareció con un traje oscuro que lo hacía ver mayor de sus 64 años.

–¡Edmundo, Edmundo Costas! Venga a la mesa de honor, siéntese con los socios del Hotel... ¿Dónde está su esposa y sus adorables hijas?, no me diga que...

–Señor Mireles –replicó estrechando la mano de quien era uno de los dueños del Sea Palace–, le agradezco tanto, pero desafortunadamente Elenita está indispuesta, se encuentra en cama...

–Oh, es una verdadera pena... y precisamente el día de hoy. Pero, ¿qué razón me da de sus hijas?

–...En México, terminando un curso que les impide venir.

–Vaya, vaya... acérquese, no se desanime, quiero presentarle a otros invitados especiales. Venga, Edmundo, venga conmigo y disfrute su noche.

Un mes después, Costas se presentó en el Hotel. Le dio coraje ver algunos rostros nuevos. Al llegar a la recepción, sorprendió a Karen pintándose las uñas ¿o acaso lo hizo a propósito para molestarlo? No importaba, nada arruinaría sus planes.

–Hola Karen.

–¡Señor Costas, qué sorpresa! ¿Le puedo servir en algo?

–Claro. Quisiera tomar la habitación 823.

–Así que ahora nos visita como huésped, qué bien, permítame ver si la tenemos disponible.

–La reservé el día de ayer...

–¡Es verdad! Aquí está... “Señor Costas, habitación 823”, usted siempre tan precavido, debí suponerlo... ¿cuántas noches se quedará con nosotros?

–Sólo el día de hoy.

–Muy bien, ¿desea que le ayuden con su equipaje?

–Oh, no, descuide sólo traigo este pequeño maletín, pero no es pesado.

Costas se quedó con las ganas de decirle que tampoco se molestara en darle la llave, que él tenía la suya propia, mas tan solo sonrió mordazmente.

Al llegar a la Master Suite, Costas hizo lo suyo. Se dio un baño mientras apreciaba el mármol de tonos ocres. Se rasuró perfectamente. Untó gel a su cabello cano y se pasó el pequeño peine negro que siempre lo acompañaba en su bolsillo trasero. Se vistió con el uniforme que portara durante tantos años. Lucía impecable, sin una sola arruga. El cuarto entero olía a su loción.

Después sacó su cartera y aunque ya lo había hecho más de veinte veces esa mañana, volvió a contar el dinero. Perfecto, la cantidad exacta para pagar la habitación. Dejó los billetes en la mesita de trabajo y junto a ellos, extendió el recorte de la foto de sociales donde aparecía aquella señora con las dos jovencitas. Tanto tiempo las llevó consigo y a tantas personas les mostró esa imagen que hasta nostalgia sintió, aun sin conocerlas.

Acto seguido, salió a la terraza se cercioró de que su gafete del Sea Palace resplandeciera de limpio. Y todavía, lo cubrió con el vaho de su aliento y le pasó encima un pañuelo. Las letras decían: Edmundo Costas, Concierge.

Costas miró al horizonte, allá donde el azul del mar se hacía más intenso, y con el mismo paso firme y decidido que distinguía su caminar, avanzó para precipitarse en un vuelo de ocho pisos.

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