Fue en un poblado con mar, una noche después de pasar la tarde en la playa. Frustrados por no haber presenciado en Tulum ninguna energía prodigiosa, le propuse a mis amigos una experiencia más mundana, tantito alejada de las buenas vibras, mantras y gurús de pelo largo. Al poco tiempo llegamos a la taquería El Ñero, en Playa del Carmen, cuyo menú pintado en la pared se jactaba de tener los mejores tacos de pastor, lengua, suadero y tripa de la zona.
Estacionamos el coche en la esquina, debajo de un poste de luz, y tal vez despistados a causa de tanto salitre en el cerebro, olvidamos llevar con nosotros nuestras mochilas.
Probablemente durante la cena hablamos de lo buena que es la vida y de la amabilidad que tiene la Riviera Maya con los turistas. Alguien compartió sus deseos de dejar por fin el caos de la ciudad y de vivir en la playa vendiendo pulseras y marihuana. Si aquella taquería vendiera vino, aparte de las clásicas cocas de vidrio, habríamos brindado efusivamente hasta por la salud del tren maya.
De regreso al coche nos dimos cuenta de la desgracia. Los pedacitos de ventana estaban regados por todo el asiento. Un amigo alertó que se habían llevado las mochilas. Como suele ocurrir en esos casos, nadie vio nada. Ni los taqueros, ni el vendedor de marquesitas, ni la familia que se subía a su camioneta riéndose de nuestro infortunio. El único que al parecer había visto algo fue un motociclista que se acercó a la escena del crimen para decirnos que los rateros huyeron en un vehículo rojo que se había ido por tal lado. Antes gritaban “al ladrón, al ladrón”, le dije con incredulidad, y se fue indignado.
Le hablé a la policía, con la mínima esperanza de que pudieran ayudarnos a recuperar nuestras cosas. Me imagino que cuando llegó la patrulla, los ladrones ya andaban cruzando tranquilamente la frontera con Belice. Los oficiales tomaron fotos del coche dañado y preguntaron qué era lo que nos habían quitado.
Por suerte, en las mochilas no llevábamos joyas ni dinero ni laptops. Veníamos de la playa, así que imaginé la cara de esos pendejos revisando el botín y encontrando toallas, chanclas y calzones repletos de arena. Pero en ese momento recordé que en una mochila sí había guardado mi preciada libreta de apuntes, en donde tenía escrito un capítulo entero de una novela en construcción, y que aún no transcribía a la computadora. En la mirada del policía pude ver sus ganas de decirnos que el robo ocurrió porque nos hizo falta vibrar más alto.
Frente a la hoja en blanco intentaba recordar cada una de las palabras que conformaban el capítulo perdido. Mi desazón era tal, que parecía que me hubieran robado el mes de abril, el secreto de la felicidad, el presupuesto del INE, la fórmula del éxito o un cachito ganador de la rifa del avión presidencial. ¿Por qué siempre después de un robo la culpa la sienten las víctimas y nunca los ladrones? Miraba la hoja en blanco y pensé en la araña que tiene que reconstruir su telaraña cada vez que se limpian los rincones de una casa. La araña no puede deprimirse, su único deber es seguir tejiendo.
Hace unos días leí que unos ladrones entraron a la casa de Elena Poniatowska, mientras ella comía con sus hijos en un restaurante cercano. La escritora declaró a El País que el ladrón no se llevó ni un solo libro y que eso le causaba mucha tristeza. Su biblioteca quedó intacta, pero sí le robaron una computadora que contenía documentos personales, sus artículos para La Jornada y el inicio de una nueva novela.
Si algo pudiera sugerirle a la Maestra Poniatowska, es que no se preocupe por el texto robado. Como canta Kevin Johansen en su canción Fin de fiesta: Que no hay que llorar, que son cosas que pasan. Hace muchos años, en el aeropuerto de Bogotá, una joven cantante padeció el robo del maletín que cargaba las letras de las canciones de su nuevo álbum. A pesar del coraje y la pesadumbre, a Shakira no le quedó de otra más que comenzar a escribir de nuevo.
De aquella desdicha salió ¿Dónde están los ladrones?, su mejor disco. Y también es famosa la historia del robo de la maleta que llevaba toda la escritura inédita de Ernest Hemingway antes de ser Hemingway. Y en Argentina, Francis Ford Coppola suplicó que le devolvieran la copia de seguridad de una computadora robada que guardaba un guion que le había costado quince años de trabajo. Y si hablamos de pérdidas importantes, ahí tenemos el incendio de la biblioteca de Alejandría.
Yo no creo que todo pase por algo, ni tampoco en el destino, pero sí es verdad que las crisis también traen oportunidades para sacar lo mejor de uno. Y confío en que a Elena Poniatowska le pasará lo mismo que a mí: Cuando decida reescribir lo perdido, al final habrá salido un texto mejor. Y eso la hará sonreír.
Después de tantos años y tanta vida, sospecho que ya lo sabe.
Twitter: @marianomoreno7
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