Es muy probable que nos dejemos engañar descaradamente, como un acto reflejo que generamos para proteger nuestra supuesta integridad, para tener argumentos a la hora de rodar por la vida autoconvenciéndonos de la lista interminable de virtudes que nos hace ser sublimes, simpáticos y apetitosos. O quizá es la soberbia, o hasta la cara tan dura que tenemos de hacer creer a los demás que también vivimos seducidos por la industria del engaño por lo trivial, solo por encajar, para que no nos desplacen o eliminen del grupo.
Vivimos en plenitud, decimos, y enviamos por el Facebook o el WhatsApp millones de recortes y frases que supuestamente reflejan nuestra convicción de vivir aquí, ahora, y ser felices de manera radical. No podemos limitarnos para hacerle saber a todos que estamos siempre en el cenit de nuestra alegría.
Pero, por un momento, tan solo un instante, descienda del vertiginoso ritmo con el que vive su vida de hoy. Abandone la prisa por llegar a tiempo a la cita de trabajo –a la cual, de cualquier modo, ya va tarde-, deje a un lado la obsesión por encontrar la manera de ahorrar para consumir todo lo que ofrece el televisor.
Abandone la expectación por cambiar de canal a tiempo para enterarse, entre corte y corte de publicidad, de cómo la muchacha rica de curvas rígidas y exageradas, llora artificial, pero irremediablemente, por un amor imposible fincado en la miserable humanidad de un muchacho que con el maquillaje apropiado luce como un Adonis pedestre del Siglo Veintiuno.
Trate de detenerse para hacer un ejercicio de aplicación solvente de su capacidad de análisis. Trate de recordar y haga referencia a esos interminables espacios de tiempo que pasa día con día, parado en la fila de la sucursal bancaria; en la entrada del metro; en el filtro de seguridad de cualquier aeropuerto; en el infernal atasco automovilístico urbano.
Día con día, decía, sentado, esperando en el café a su amigo o al trozo de carne latente que con un par de tacones sonoros y una plasta de carmín en los labios habilita su sistema hormonal; en el vestíbulo de una oficina pública; en la cavilación de cómo deshacerse de su esposo, de su amante o como armarse con uno nuevo que los sustituya a los dos.
¡Desconéctese! ¿Ya lo vio? No. Cierre los ojos, inténtelo otra vez y ponga atención. Excluya de su memoria la danza interminable de los modismos que distorsionan el castellano pero que están tan de moda y le impiden precisar; de las conversaciones que ponen énfasis al aspecto físico de los demás, o a las supuestas virtudes basadas en una escala de valores que se puede consultar en línea y calcular por el número de ceros en la chequera.
¿No lo ve? Es muy fácil que nos dejemos engañar, ya lo va notando Usted... A veces parece que nuestras vidas transitan a través de una galería de espejos como esas de las ferias itinerantes que viajan de pueblo en pueblo, en las que nada es lo que parece, nada parece lo que en realidad es.
Las circunstancias que nos inducen al engaño son demasiadas, y hacer un recuento de sus detalles resulta innecesario cuando se enfrenta una realidad brutal que nos avasalla, a veces incluso con nuestro consentimiento y colaboración, y nos genera espejismos gigantescos que nos orillan a vivir lo fantasmagórico, lo histriónico, lo trivial, o lo francamente lacrimógeno.
Pasan los años y eso que declaramos simplemente no existe. Pasan los años y envejecemos mintiéndonos repetidamente con un vacío enorme a la altura del duodeno.
Pero por un momento deténgase y rechace el engaño. Tenga valor enfoque y comprenderá que está claro, que siempre había estado así de claro y es la razón de esa forma de caminar lenta, resignada y aparentemente fracasada de hombres y mujeres que ya han vivido la mayor parte de su cuota de años, luchando a veces por tener apenas lo preciso para la supervivencia, a veces por materializar sueños formidables..., esa es la única verdad.
Ancianos, viejos, decrépitos o en plenitud, los de hoy y los que seremos nosotros, que permanecen luchando incansablemente por contribuir o insertarse en un entorno que por fin tenga motor propio, que por fin tenga mecanismos para trascender, que tenga rumbo y planeación, que termine, de una vez por todas, con la incertidumbre que genera esta farsa de declarar mentiras y complacer el engaño, resignándonos a un entorno que nos esquilma, nos exprime, nos agota, nos vacía por dentro cada vez que ofrecemos esa sonrisa de la falsa felicidad.
Ese auto engaño complaciente que nos hace vulnerables al primer felón que, con dotes retóricas, se sube a una caja de jabón y arenga disparates que encienden los ánimos, que quiebra negocios, que destruye la industria del turismo, que divide y cancela, finalmente, las escasas posibilidades que deseamos entender como una negación al nuevo fracaso. Un felón que anima al machete, a la barricada, al muro que divide naciones, al desprecio a los demás, a todo lo que no sea una adulación, a la explotación descarada de nuestras vidas, alimentada exclusivamente por su ambición de poder.
¿Ya lo vio? Pues es bueno que usted y yo nos enteremos de una vez, porque de no cambiar decididamente nuestras actitudes, de no profesionalizar nuestras instituciones, de no usar el derecho conforme a su destino, de no ejercer el mando cuando se tiene, de no vivir conforme a normas de respeto y tolerancia, de no redistribuir la riqueza, pues a todos nos tocará ser, indefectiblemente, ese ser, invisible para la gran mayoría de nosotros que encarnamos y seguimos engañando con placebos o satisfactores intrascendentes, ese ser que se encorva y que representa la síntesis de décadas de intentos fallidos.
Hace muy pocos días, en un aeropuerto, atestigüé la escalofriante expresión en el rostro de un viejo que desistía ya -quizá para siempre- de leer el periódico. Lo tiraba a la basura. Era decepción, era coraje, era impotencia, era la hombría de tragarse el orgullo ante la imposibilidad de intervenir decididamente, eran las formas brutales de un hombre de respeto cuyas manos ajadas acreditaban muchos años de partirse el alma por un proyecto que aún sigue siendo un sueño.
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