"Con que los centros se junten, manque los olanes queden colgando" repetía, o dicen que repetía, mi general Villa como uno de esos refranes que parecían caracterizar una manera popular que sintetizaba su sabiduría -la de mi general-, esa que la vida azarosa y a salto de mata habían acuñado para él.
Fácilmente se lo puede imaginar usted diciéndolo, fabricando su imagen icónica que difícilmente escapa a las posesiones entrañables de nuestros pueblos, de los terrícolas de origen latinoamericano cuando nos asomamos por una rendija al santuario del Siglo veinte donde gravitan los justicieros que prometían cambiar las cosas y establecer esa realidad más justa que nunca acabó de llegar.
Villa, Zapata, Fidel y Ernesto. Solo algunos de todos aquellos que fieros en el campo de batalla clamaban por la equidad envueltos en la bandera del pobre, del explotado, del menos favorecido, del desheredado. Cada quien en su sitio geográfico, en su tiempo, con su modo peculiar, con su estilo privado de comunicar su sediento anhelo por una transformación: cuarta, quinta, o la que fuera. Un panteón revolucionario, pues, que seducía, emocionaba, alentaba, aunque después las ambiciones personales y las arteras traiciones les hayan convertido en sanguinarios asesinos, dictadores pintorescos, o megalómanos sin suerte, incompetentes gobernantes, pusilánimes mitómanos.
A mi general Villa lo puede imaginar usted a lomos del legendario Siete Leguas, con sus botas de campaña ceñidas y bien subidas hasta los muslos, sus anteojos, en fin. En acción, siempre en acción, al abordaje, tomando San Luis, Torreón, Zacatecas.
A galope tendido consolidando la individual y peculiar hazaña de ser el único personaje en haber invadido territorio americano en modo de guerra, con un ejército por detrás. En pasionales discusiones con el productor de Hollywood a quien contrató para que lo filmara en acción bélica.
Así, hace cien años, empacando miles de pobres con una carabina 30/30, machetes y un par de guaraches desvencijados, en los ferrocarriles que construyó el dictador -sí, el dictador-, cuyo derrocamiento no generó el cambio iluso -transformación- que los iniciadores se crearon en su peregrina imaginación durante sus campañas-Maderito y compañía de transformadores-, y que, por tanto, fue apenas el inicio de una guerra civil sin cuartel que, en los hechos, más allá de definiciones históricas, se prolongó por más de cinco lustros y arrojó una cifra sangrienta de más de un millón de muertes, y muchos, pero muchos más pobres.
"Con que los centros se junten, manque los olanes cuelguen", y habría que preguntarse si en estos últimos cien años, más allá de los monumentos, leyendas románticas, veintiún cañonazos y guardias de honor de presidentes, ministros y funcionarios varios, nos hemos puesto a pensar como Nación dónde diablos se encuentran estos centros que pudiesen constituir un terreno común en el que podamos desplantar el futuro que esos revolucionarios con las armas, esos otros que regaron su sangre, y aquellos que contribuyeron con una pluma o un lienzo, un pincel o un poema, se hubieron imaginado. Cómo disipar del anhelo popular hincarle el diente al erario, explotar la ignorancia, hacer más pobres para que la ignorancia mande en las urnas -como en tiempos del dictador-, convertirse en sicario...
Cuáles son esos olanes de los que se cuelgan los reivindicadores de los pobres y los desvalidos para evitar que los centros algún día se junten eliminando su fuente de ingreso y poder. ¿Los fifís y los chairos unidos? ¡Jamás! Los olanes que jalan los intransigentes de derecha o los que se dicen de centro o izquierda y se cuelgan de los olanes para que su nicho acomodaticio no desaparezca jamás.
Los revolucionarios del Siglo XX, o del XIX pudieran ser concebidos como piezas de capítulos fascinantes de historia o como un acicate a nuestra reflexión para recuperar esos sueños y, con las herramientas actuales, hacerlos cobrar vigencia en la oficina, el salón de clases, el periférico mientras conducimos el auto, la casa en la sana distancia y especialmente en nuestra conducta en el barrio, la colonia o el club deportivo.
Sentirnos Villa, Zapata, Cabrera, Rivera, Khalo, la Mondragón -sí, la Mondragón-, Siqueiros o Atl. Una verdadera transformación suya y mía, sin caudillos ni mesías, una patria libre, equitativa y próspera que incluya finalmente todos los géneros, razas, creencias, ideologías y diferencias... Pues eso.
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