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Por José Manuel Melo Moya
Columna:

Myanmar: cuando la historia justifica a un estado fallido

2022-08-08 | 12:44 p.m.
Myanmar: cuando la historia justifica a un estado fallido
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El pasado lunes veinticinco de julio, la junta militar que gobierna al estado de Myanmar (antes de 1989 Birmania) hizo pública la ejecución de cuatro reconocidos activistas que por muchos años estuvieron luchando por la democratización de su país.

Un drama, no visto en aquella región del mundo en lo que va del presente siglo, que invita irremediablemente a una reflexión sobre los graves costos que el Sudeste Asiático está asumiendo como resultado de una asistencia internacional tibia y diferenciada que no ha podido atender, en su justa dimensión, la crisis humanitaria que se recrudeció en aquel país dieciocho meses atrás.

Habiendo sufrido un golpe de estado en febrero del año 2021 -tan solo tres meses después de celebrar su segundo proceso electoral en más de treinta años- Myanmar ha retrocedido a un estado de guerra civil que hasta el momento ha dejado más de dos mil muertos. Lo anterior, sin contar el longevo desplazamiento (dentro y fuera del país) de cerca de dos millones de personas (en su mayoría, musulmanes de la etnia Rohingya), que han sido ignorados por una gestión de gobierno, ahora derrocada, que inició un proceso de transición democrática hace once años.

Myanmar es un caso cuya singularidad pone de manifiesto dos realidades  que, teniendo que estar articuladas mecánicamente, han resultado ser mutuamente excluyentes: la voluntad decidida que ha mostrado la comunidad internacional para censurar y sancionar conductas estatales que se consideran violatorias de los derechos humanos y, por otro lado, el incremento en cifras de vidas humanas (afectadas) de un estado autocrático cuyos recursos económicos y militares, utilizados para reprimir, han sido virtualmente intocables. Mientras Rusia es protagonista de una ofensiva destinada a vulnerar su capacidad económica y militar, Myanmar protagoniza otra ofensiva, pero de señalamientos y sanciones que han sido prácticamente inoperantes.

Myanmar afronta una crisis humanitaria cuyos orígenes se remontan a su proceso de independencia en 1948. Un estado cuya dolorosa particularidad se materializa al momento que la ubicamos geográficamente dentro de un conjunto de países que, exhibiendo una de las mayores diversidades étnicas del mundo, han dado ejemplo de armonía y de un proceso de integración regional, que hoy sirve de prototipo para todas las regiones del mundo: hablamos de los países que conforman la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN).

Conocer la historia que precede a un conflicto, como lo es la guerra civil que hoy se recrudece en Myanmar, resulta ser un interesante recorrido histórico que nos puede ayudar a entender por qué la singularidad étnica (construida a lo largo de más de veinte siglos), no es lo que explica -como se ha hecho creer por años- la persecución genocida que viven cientos de minorías étnicas en el Sudeste Asiático. Exploremos brevemente esta historia.

En su libro titulado “The Asean Miracle”, Kishore Mahbubani y Jeffery Sng nos presentan una región del Sudeste Asiático cuyos orígenes responden a cuatro oleadas culturales (India, China, Islam y occidente) que por siglos fueron configurando la identidad de un territorio en el que hoy se encuentran distribuidas las soberanías de: Brunei, Camboya, Indonesia, Laos, Malasia, Myanmar, Filipinas, Singapur, Tailandia y Vietnam.

Si bien existen indicios de un primer contacto con la India, desde hace tres mil años, sería en los primeros siglos de la era cristiana cuando la parte baja del continente asiático experimentaría lo que estos autores identifican como un traslape cultural entre la India y China. Una interacción, producto de la creciente actividad comercial que se dio en el océano Índico, la cual permitió conjugar la dinámica de lo que Sheldon Pollock identifica como la “Cosmópolis Sánscrita” (la expansión cultural de la India sin necesidad de coerción) con una progresiva retroalimentación de la cosmovisión de una también poderosa China Imperial.

El nacimiento de los primeros asentamientos dinásticos en el Sudeste Asiático surge, entonces, por aquella vigorosa actividad comercial que se dio entre el Imperio Romano y la China Han durante la época dorada de la ruta de la seda. Sin obedecer una pauta rígida, el Budismo e Hinduismo se diseminarían por toda la zona continental e insular del subcontinente asiático, generando con ello sociedades abiertas, proclives a la influencia de nuevas formas de organizar sus sociedades. Esta flexibilidad cultural fue la que facilitó, a partir del siglo XII, la conversión al Islam de toda la región insular del Sudeste Asiático y el posterior acomodo, de toda la región, a la dinámica colonial europea en el siglo XIX.

Cuando la zona insular del Sudeste Asiático inicia su conversión al Islam, lo hace ante una necesidad por beneficiarse, una vez más, de su privilegiada posición comercial. Observando el gradual poderío de las redes mercantiles islámicas, muchos líderes de esta región no dudaron en acomodar un nuevo Misticismo Islámico con la espiritualidad que sus sociedades habían forjado a lo largo de más de un milenio. La adopción del sufismo (rama filosófica y más flexible del Islam), que se da a partir del siglo XII, es la explicación de por qué el Sudeste Asiático es la única región del mundo donde el Islam, Budismo, Hinduismo, Confucianismo y Cristianismo han convivido sin mayores arrebatos como componente cultural -rector- de una de las regiones más integradas del mundo.

Cada vez que nos veamos obligados a voltear hacia la crisis de Myanmar, debemos tener siempre presente que las diferencias étnicas en toda la región son parte integral de su ADN. La persecución de las minorías musulmanas y el surgimiento de un mayor número de guerrillas, que buscan alcanzar su autonomía, encuentran su explicación, entonces, en la última oleada cultural que sufrió la región al tener contacto con occidente.

Abordar la influencia europea en el Sudeste Asiático, que inicia en el siglo XV con el arribo de Portugal -seguida por España, Holanda, Inglaterra y Francia- exige, para efectos del presente escrito, resumir la historia colonial al momento en que esta finaliza. Una considerable difusión misionera (con el cristianismo), la aparición del espíritu capitalista y la confección de nuevas fronteras (que, a diferencia de lo sucedido en oriente medio, poco pudieron alterar el orden étnico preexistente) son el principal legado de una oleada colonial europea que hoy explica muchos de los éxitos y fracasos que ha experimentado toda la región.

Éxitos, como la capacidad que ha tenido el Sudeste Asiático para sobreponerse o rechazar ideologías que en su momento causaron graves daños (el arribo del comunismo). Pero también fracasos, como el confinamiento de algunos estados, como lo es Myanmar, donde para asegurar su control estratégico-comercial, los colonizadores británicos -una vez más- construyeron una administración autocrática basada en la división de clases (o etnias).

En Myanmar existen ciento treinta y cinco grupos étnicos (que profesan algunas de las religiones que hemos atendido). Una junta de gobierno de doctrina budista, que formalmente se hizo del poder en el año de 1962, se encuentra en pugna con todo aquel agente que pretenda hacer menguar su control totalitario. La persecución de los Rohingya -quienes son considerados apátridas- y la impune muerte de todo opositor, es tan solo la parte más cruel y vulnerable de una lucha con la que diferentes grupos étnicos buscan recuperar una sociedad multicultural que pueda coexistir pacíficamente (o por lo menos, lo más establemente posible).

Bloquear el continuo apoyo militar que China y Rusia ofrecen a la junta de gobierno de Myanmar, así como despojarla de los 1.5 billones de dólares que cada año recibe por sus ventas de gas natural, debe ser el objetivo inmediato de una comunidad internacional que parece más interesada en una guerra, cuya conclusión ya está delineada, que en detener la próxima aparición de un estado fallido.

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