De los Derechos Humanos, creo que no hay manera de escapar o salir bien librado mientras no asumamos en nuestras listas de buenos propósitos, corresponsabilizarnos por la erradicación de la violencia como moneda de convivencia, que en sus formas más aberrantes e inusitadas, sigue tomando a la mujer como rehén de una sociedad que rehúsa ser plenamente incluyente.
No hay manera de eludirlo, no importa dónde o a qué hora se encuentre uno. Yo doblaba la esquina de la Calle 46, inmerso en la muchedumbre que se arremolinaba portando muy obedientes sus cubrebocas de todo tipo, sin orden ni sentido aparente, entre el proverbial “walk/don’twalk” de la Quinta Avenida con sus audaces diseños en los aparadores, se ostentaba como el ADN del consumismo que promete rescatar del abismo a la economía americana.
En medio de todo ese bullicio neoyorkino, y al ritmo de un paso al lado y otro atrás, para no chocar con los turistas despistados; las señoras que impulsan carriolas dobles y triples y una que otra ejecutiva de buen ver que reta a los cuatro grados centígrados bajo cero, ostentando una tremenda falda mini bajo el voluminoso abrigo de color vanguardista.
Allí en medio, decía, me encontré con ella…, de frente, a centímetros. Su mirada me congeló aún más la espina dorsal, pues sus ojos morenos asomaban por encima de su cubrebocas, con una frialdad que lindaba con la serenidad envidiable. Fueron solamente unos instantes.
Parecía francamente obesa. De no más de 1.45m de estatura, con la piel bien curtida iluminada por esos ojos rasgados cuya visibilidad ante tanto trapo que la abrigaba, era lo único que podía revelar algo de su identidad. Asia, seguramente. ¿Del Sur? ¿Filipinas?
Malhumorada, balbuceó algo en su propia lengua ininteligible para mí. Estaba claro que las palabras implicaban algún reclamo. Llevaba colgado a los hombros un par de carteles de cartoncillo, por el frente y la retaguardia, que anunciaban en claro inglés, que uno estaba a tan sólo unos metros de poder saborear el manjar más maravilloso libre de carbohidratos y grasas malsanas, en la presentación de una variedad disímbola de emparedados.
Es muy probable que para esas alturas, para ella, la mirada de un peregrino más se quedara en el universo de los olvidos. Es probable que haya terminado de entregar las papeletas para iniciar su travesía diaria a dondequiera que sea su morada. Es probable que hoy esté nuevamente allí, en esa esquina, con su chamarra voluminosa y su pasamontañas enfundado en el rostro, empeñada en entregar volantes a quien se descuide.
Nunca nos volveremos a ver –ni creo que a ella le importe-. Nunca tendré la oportunidad de preguntarle tantas cosas: ¿Persigue el sueño americano? ¿Se aleja de una persecución, acaso por razones religiosas, políticas, o de marginación? ¿Cuál es ese deber supremo que seguramente está cumpliendo a cabalidad, más allá de supervivir, que le da el valor para aceptar tales vejaciones, que le abre la puerta al cretino que la explota, que genera la posibilidad de que no haya nadie que se detenga a explorar sus talentos y habilidades y la ayude a incluirse en la sociedad a la que pertenezca, probablemente muy apartada de Manhattan?
Me pareció entender a través de esa mirada de ojos rasgados, el valor envidiable que se encuentra en las entrañas de una mujer –acaso miles- que por sus hijos, por el ánimo de sobrevivir, son capaces de poner el pecho por delante esperando quizá una constante voluntad de construir condiciones suficientes para que en su comunidad de origen ella pudiera decidir, con dignidad, y posesión plena de sus libertades. Para que una mujer con ese espíritu reflejado en una mirada furtiva detrás de un pasamontañas, no tenga que pasar las tardes heladas repartiendo volantes en la esquina de la Quinta Avenida y la Calle 46.
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