Al escuchar que una vez más los señores Beltrán discutían agriamente, la nana Gloria tomó del brazo al pequeño Lucio y lo condujo hasta el fondo del jardín. La mejor medicina para curar su dolor era el suave vaivén del columpio que colgaba del grueso roble.
Lucio observó callado la casita de madera que había construido con su padre sobre el árbol.
Recordaba qué felices momentos pasaron juntos en ese escondite y el gozo de ver la figura de su madre subiendo con dificultad por las improvisadas escaleras, para llevarles una exquisita jarra de agua de limón, su preferida. “Se puede“, preguntaba mamá antes de abrir. “No. En este club no se admiten mujeres“, contestaba papá; al principio, era una broma que los tres festejábamos, –pensaba Lucio– pero después, creo que se volvió de adeveras porque mamá ya ni iba; bueno, pensándolo bien, creo que papá tampoco.
Así estaba Lucio columpiándose cuando sus ojos de miel comenzaron a ponerse vidriosos. La nana Gloria acarició su carita pero esta vez las palabras de consuelo no brotaron ya que los bellos ojos de Lucio la miraron expresando una bondad tan brutal, que quedó muda. Al poco tiempo, la nana Gloria, sus juguetes y gran parte de su vida, se los llevó el olvido; al parecer se marcharon en el asiento trasero del gran auto que conducía papá.
Tan sólo el puro cuarto de juegos que tenía antes, era más grande que toda su nueva casa; un apartamento dentro de un inmenso multifamiliar para el que por si fuera poco, ahora mamá tenía que trabajar para pagar la renta al horrendo señor que llegaba a cobrar cada mes.
Si por Lucio fuera, jamás saldría a caminar por el mundo. Cuando mamá lo mandaba a la tienda, lo invadía un terror incontrolable al cruzar los andadores y toparse con esa bola de niños que lo insultaban: “ahí va la niña nueva“, “mira la nena popis…“ Y eso no era lo peor, la pesadilla más grande era asistir a la primaria pública en la que lo había inscrito mamá. Los primeros días fue con la esperanza de encontrar nuevos amigos con quien jugar pero claro que eso no iba a pasar, por el contrario, toda la fila del fondo del salón pertenecía a los mismos niños del andador.
Yo lo conocí un día jueves. Acababa de sonar la chicharra anunciando la salida de clases. Al atravesar la calle vi que varios niños lo maldecían y dos más lo golpeaban en el piso. Me acerqué con rapidez y les grité “aguas que hay viene la directora“. Ante mi mentira, los niños salieron huyendo. Me agaché para ayudarlo a levantarse y fue entonces que el pequeño regordete, de cabello lacio castaño, un rostro blanco, blanco, con dos redondas chapas, me miró y jamás pude olvidar la calidez que reflejaban esos ojos. Eran como el amanecer de una mar en calma. Íbamos en quinto de primaria y no se necesitaba tener barba para saber que Lucio navegaba en un mundo equivocado.
–Me llamo Enrique Anguiano –dije quitándole el polvo de la espalda.
Al ver que seguía sin decir palabra, le di su mochila y continué:
–Vamos, te acompaño a tu casa.
Lucio fue poco a poco abriéndose y al rato hasta una pequeña risa se formó en su rostro al escuchar uno de mis famosos cuentos de “Pepito”.
De pronto, vi que en el jardín de enfrente se posó una preciosa mariposa anaranjada.
–¡Fíjate! –le dije a Lucio y me apresuré para atraparla y sorprenderlo. Sin embargo, Lucio corrió y jalándome de la camisa, me dijo:
–¡Espera! ¡Detente! Por favor no le hagas daño, ¿ella, que te ha hecho?
–Okay, amigo, no pasa nada –contesté.
Al ver que nos aproximábamos al multifamiliar, Lucio me dijo:
–Mira, ves ese edificio de en medio. Yo vivo hasta arriba, en el 12-C. ¿Quiéres ir a jugar un rato?
–Ni soñando. Los del multifamiliar no dejan que los de mi colonia entren ahí. Si me ven, me va a ir peor de lo que te fue a ti. Mejor luego nos vemos en la escuela.
Fue triste ver como cada día que pasaba, “los andadores” y el propio ambiente de la escuela iban transformando a Lucio. Lo dejé de ver unos meses y al regresar de las vacaciones de verano, ya en primero de secundaria, un grito a mis espaldas me sobresalto: “Hey, ¡Anguiano!“, Lucio jamás me había llamado por mi apellido, de hecho que yo recordara, me decía “Quique“; casi ni lo reconozco: estaba flaco, tenía el pelo largo y sobre todo una expresión dura.
–¡Anguiano! –Me dijo en un tono más bien intimidatorio– ¿tu grupo ya hizo el examen de historia? ¿Me lo puedes pasar?
–No se si lo tenga. Déjame buscarlo y yo te aviso.
–Órale, ya vas.
Aunque yo ya tenía bien pensado mi pretexto para no darle las respuestas, nunca me las pidió. De hecho, pasaron dos años más para que tuviéramos otro encuentro. Esta vez fue más doloroso, no para él sino para mi. Estábamos por concluir la secundaria y al pasar por las canchas de fútbol dos chicos se peleaban. Lo que me llamó la atención fue ver que el que estaba encima golpeando al otro con mucha ira, tenía ya cuerpo de hombre y sus fuertes músculos se marcaban por su espalda, brazos y pecho. Claro que era él. Al ver a su oponente derrotado y al punto del desmayo, entre varios lo jalaron echándolo para atrás; Lucio se acercó nuevamente al chico y le ofreció la mano para ayudarlo a parar, sin embargo, al momento que amablemente éste se la dio, Lucio lo sorprendió y esta vez le pegó hasta dejarlo inconsciente. Me alejé con mucha pena del lugar.
Definitivamente el día que Lucio por fin ganó, fue el día que más perdió en su vida. La bondad se le echó a correr frente a sus ojos.
No terminó la secundaria ya que al poco tiempo lo pillaron robando una casa y fue enviado a la correccional de menores junto con dos cómplices, vecinos de él en el multifamiliar. Al quedar en libertad, se fue a vivir en un cuchitril donde habitaban algunos compañeros de la cárcel. Consiguió uno que otro trabajo esporádico aunque prefería seguir organizando pequeños robos.
Esa mañana del dos de abril, le tocó vigilar todos los movimientos de una tintorería ya que ahí darían su siguiente golpe. Para ello, se arregló lo mejor que pudo, recogió su pelo, se rasuró y ocultó los tatuajes; quería pasar lo más desapercibido posible ya que su plan era estar en una pequeña cafetería desde donde podría observar perfectamente.
Tomar una cerveza a esas horas de la mañana no sería conveniente por lo que pidió un café negro. La mesera por error le llevó un café con leche pero al verlo, Lucio no dijo nada. Sólo lo empezó a mover suavemente y al darle el primer trago, el sabor lo remontó a su niñez. La leche caliente le hizo recordar aquella casa donde fuera tan feliz y la tibia temperatura de la taza, lo hacía sentir como si estuviera tocando las manos de mamá.
–¿Quieres una servilleta? Tus ojos están vidriosos –contempló la mesera melancólica.
–Oh, no. No es nada. Gracias –respondió Lucio sintiéndose descubierto.
Sin embargo, ella insistió dándosela en la mano antes de retirarse.
Al acercársela al rostro, Lucio percibió un delicioso aroma de mujer, ¿sería perfume o su olor natural?
De inmediato la llamó y le pidió que se sentara con él aunque sólo fuera por un instante. La chica le explicó que no podía porque estaba en horas de trabajo, pero, para felicidad de Lucio, aceptó ir al cine por la tarde. A partir de ese momento, las charlas de café, las caminatas por el parque y los días de campo, sólo fueron interrumpidos por el tiempo que le llevaba a Lucio preparar y ejecutar los hurtos.
–Mercedes –dijo Lucio a la mesera– conseguí un lugar y quiero que te vayas a vivir conmigo.
–Pero Lucio, tú ni siquiera me conoces…
–Lo único que me importa es que te quiero.
Mercedes estaba a punto de confesarle que ella era la chica que se sentaba detrás de él en su clase de quinto grado y que quizá sabía mucho más de él de lo que ella misma quisiera: su transformación de secundaria, el reformatorio, sus extrañas salidas incluyendo aquella en la que tras el cristal de la cafetería vio como huía de la tintorería. Todo eso pasaba por su mente pero fue bloqueado por la esperanza del despertar que prometían sus bellos ojos y esa mirada de miel que escondía la nobleza de un tierno niño.
–Está bien. Vamos a intentarlo –concluyó Mercedes.
Poco tiempo pasó para que naciera su primer hijo. Ambos estaban felices, pero Lucio sentía un dolor en el centro del estomago que atribuía a no poderle brindar una seguridad para su futuro, así es que decidió organizar un buen golpe. Esta vez sería definitivo, un banco.
El par de meses siguientes fueron de mucha tensión; Lucio se encontraba de un carácter insoportable. Llegaba a casa casi de madrugada y bebía más que de costumbre.
Una noche antes del robo, al ver que ya todo estaba preparado, Lucio se fue temprano a casa.
Para su sorpresa, su hijo aun no dormía, por el contrario, lloraba sin parar. Mercedes pensó que tenía calentura y fue a comprarle un medicamento. Lucio no sabía que hacer con él, estaba desesperado y muy nervioso por lo del banco. De pronto, ya no pudo más, lo tomó por los brazos, lo comenzó a sacudir mientras le gritaba que se callara y cuando estaba apunto de golpearlo, el pequeño levantó la carita y lo miró. Para Lucio el impacto de toparse con esos ojos buenos, anegados en lágrimas, fue como enfrentarse a un espejo. Se sintió sacudido, como si le arrojaran un balde de agua helada que le caló en cada rincón de su ser hasta llegar a ese inhóspito lugar donde un pedazo de su corazón yacía dormido, en la espera de esa sanación.
En eso, Lucio recordó que cuando el lloraba inconsolable, mamá lo resguardaba en su pecho con todas sus fuerzas, así es que eso hizo. Pronto, el llanto del bebé cesó. Ambos se recostaron y ya más tranquilos, se quedaron profundamente dormidos.
Al despertar, Lucio pasó frente al banco y simplemente, se siguió de frente; después, fue a casa de su madre. Le urgía disculparse, rogarle su perdón, y saber cómo se encontraba.
También le pidió a Mercedes que lo acompañará a buscar a su padre. Cuando se separó de su madre, Lucio lo culpó de abandonarlos y llegó a odiarlo por tener que acudir a esa escuela, vivir en esa pocilga y, sobre todo, que no lo protegiera de los bastardos del andador. Sin embargo, siempre fue bueno con Lucio. Jamás le pegó, nunca lo insultó, por el contrario, fue realmente un amigo. Su mejor amigo.
Quizá papá quisiera conocer a su nieto. A lo mejor, le agradaría que juntos lo llevaran al parque y hasta construir una casita del árbol como en la que tan felices fueron.
Cuando tocó a su puerta y vio su reflejo en esa sorprendida sonrisa surcada ya por los años y los ojos de miel, supo que regresar a la vereda del bien, por su hijo, por sus padres, por Mercedes, lo valía.
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