Conocí las hojas de tabaco por mi bisabuela que era asidua a masticarla, cuando se le terminaban. Nos mandaban a comprarle más, al único lugar donde las vendían, “la tienda de los chinos”, en el centro del pueblo dentro del mercado municipal.
Ahí pedíamos las hojas de tabaco, nos daban un pequeño manojo de hojas color marrón de un aroma intenso, nunca las probábamos, era solo para los adultos; en este caso para mi bisabuelita, que para entonces ya nos esperaba parada en la puerta de la cocina de la casa, se la entregamos e inmediatamente se llevaba la mano con las hojas al bolsillo de su delantal.
Tenía un ritual para saborear esas oscuras hojas. Al terminar sus labores hogareñas, justo después de almorzar iba a su cuarto, se quitaba el mandil que portaba orgullosa, se descalzaba las sandalias y se sentaba a la orilla de su cama, en ese instante se soltaba el cabello y caían los rizos como alegres serpentinas e iba a bañarse.
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