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La primera dama

2020-07-09 | 07:39 a.m.
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El poder patriarcal creó una figura simbólica para compensar al género excluido. Siendo la Presidencia de la República la máxima expresión del poder institucional del hombre, la mujer fue encasillada en el rol de Primera Dama. No podía ser Presidenta, no podía ejercer el poder. Pero estaría cerca. No mandando, sí auxiliando.


Así se aportó el ingrediente femenino para suavizar la ferocidad del poder masculino. Mientras el Presidente mandaba asesinar a ciertos opositores, la primera dama se retrataba con la niñez, con los vulnerables, con

los olvidados. Organizaba la caridad, el voluntariado de filántropos, para ayudar a la acción social.


Nadie la había elegido. No importaba. No ejercía el poder. Sólo lo embellecía, lo suavizaba, lo disfrazaba.


La figura fue funcional al sistema hasta fines de los 70, cuando la primera dama participó de los excesos y frivolidades del Presidente.


En los días del neoliberalismo, las políticas sociales se secaron tanto que la primera dama perdió “materia de trabajo” y su acción llegaba a carecer de la gracia de antaño.


Al llegar la alternancia con el nuevo siglo, una mezcla insólita de valores monárquicos con aspiraciones transexenales, dio lugar a otra figura: la pareja presidencial.


La primera dama no había sido elegida en urnas. No ocupaba cargo público alguno. Pero tomaba decisiones. Operaba la comunicación social, los protocolos y las relaciones públicas del gobierno; contrataba y despedía personal. Y sobre todo… usaba sin moderación el presupuesto para potenciar su imagen personal en su pretensión sucesoria.


Años después, la primera dama tendría una nueva función. Ayudaría a lograr una victoria electoral. El candidato sería completado con una figura glamorosa para dibujar en el imaginario popular una novela rosa, una historia de amor. Ya no sería tan importante que la primera dama apoyara al Presidente repartiendo gestos piadosos. Era más urgente que asistiera al candidato conquistando corazones.


Frente a la historia de acompañamiento social tradicional y de frivolidad contemporánea; después del primero de julio del 2018, la esposa del nuevo Presidente hizo una declaración importante: ella no sería primera dama. Rompería con ese paradigma conservador y desgastado.


Esto implicaba un doble contenido: simbólico y material. No había primera dama porque no había segundas damas. Todas las mujeres son iguales, en derechos y en el respeto que merecen de la sociedad.


Además, la esposa del Presidente no ocuparía el cargo honorífico de Presidenta del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia. No sería rostro social del gobierno. Eso correspondería a los entes públicos encargados de las políticas sociales.


Cuando votamos los cargos Ejecutivos no elegimos parejas. La función pública corresponde a la persona elegida. No a su cónyuge.

Pero además, atribuir a la esposa la tarea de atender a niños desamparados o enfermos, ancianos o personas con discapacidad reproduce la concepción de que a la mujer le tocan los cuidados, es encasillarla en la extensión del hogar.


Encadenados a los roles del pasado, los militantes de Felipe Calderón exigen a la esposa del Presidente que reciba a los padres de niños con cáncer. ¿Por? ¿Por qué a ella? No es funcionaria pública. No es secretaria de Salud. No es secretaria de Educación. No es secretaria de Bienestar. No es siquiera presidenta honoraria del DIF.

Beatriz Gutiérrez Müller es periodista y académica, maestra en Literatura Iberoamericana, doctora en Teoría Literaria, autora de cuentos, crónicas y novelas.


No es la extensión de su marido. No es la extensión del Presidente. No es extensión del servicio público. No es el rostro social del poder. Tiene su propia personalidad.


Esto no logran comprenderlo las mentes conservadoras. Pero pronto habrá presidentas de la República progresistas, sin presidente honorario del DIF ni primer caballero. Entonces lo entenderán.


Tomado de El Financiero

https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/marti-batres/la-primera-dama

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