La situación de seguridad en el sur de Veracruz ha alcanzado un nivel de crisis que pocos habrían imaginado hace apenas una década.
Aunque la presencia de la delincuencia organizada sigue siendo una amenaza constante, en los últimos años se ha sumado un nuevo actor al escenario de violencia y temor: la propia Policía Estatal.
Esta institución, que debería ser un bastión de seguridad para los ciudadanos, se ha convertido en una fuerza que muchos perciben como tan peligrosa, si no más, que el crimen organizado.
La narrativa de abusos por parte de la Policía Estatal en Veracruz ya no sorprende a nadie.
Los atropellos contra ciudadanos son el pan de cada día, con relatos que parecen sacados de una película de terror, pero que tristemente son la realidad cotidiana para muchos. Jóvenes que se desplazan en motocicleta son particularmente vulnerables, pues se han convertido en blanco predilecto de los oficiales.
Los testimonios de estos jóvenes, quienes relatan cómo son violentados, despojados de sus pertenencias e incluso agredidos físicamente, se multiplican sin cesar.
Un ejemplo reciente que resonó en la comunidad fue el de una pareja de novios en Villa Allende, quienes fueron interceptados por policías estatales sin justificación alguna. Lo que debería haber sido una tranquila tarde de paseo terminó en una pesadilla de amenazas, golpes y robo de sus pertenencias.
Esta historia es solo una entre muchas, pero ilustra el nivel de impunidad con el que operan estos agentes.
Circular por las calles de Coatzacoalcos después del anochecer se ha vuelto una actividad cargada de temor.
Aunque la delincuencia organizada siempre ha sido una preocupación, ahora se suma el miedo a caer en manos de los policías estatales, quienes, sin previo aviso, pueden detener a cualquier ciudadano bajo pretextos fabricados. No se necesita que haya un operativo formal, basta con la "suerte" de encontrarse en el lugar y el momento equivocados.
Estos retenes improvisados, donde la única constante es la arbitrariedad, han sido escenario de múltiples abusos.
Desde el decomiso injustificado de vehículos hasta la extorsión bajo amenazas, las historias de víctimas se acumulan día tras día.
Este contexto ha creado un ambiente donde salir a la calle, especialmente en horas de la noche, es casi un acto de valentía, pues el riesgo no solo proviene de los delincuentes, sino de aquellos que deberían estar protegiendo a la ciudadanía.
Si bien los hombres jóvenes son un grupo especialmente vulnerable, las mujeres no están exentas de la violencia y los abusos por parte de la Policía Estatal. De hecho, han sido protagonistas de algunos de los casos más indignantes.
Mujeres que han sido detenidas arbitrariamente, llevadas a los separos de la policía y forzadas a pagar multas exorbitantes que en ocasiones superan los 8,000 pesos.
Estas detenciones suelen estar acompañadas de humillaciones y amenazas, sumando así otro nivel de violencia al ya preocupante escenario.
La población sabe que la violencia no tiene género, y que cualquier persona, sin importar su edad o sexo, puede convertirse en la próxima víctima de estos abusos.
El pasado sábado, uno de los atropellos más recientes ocurrió en pleno centro de Coatzacoalcos, cuando el periodista Luis Alberto Ponce, con más de 35 años de trayectoria, fue víctima de un abuso más por elementos de la Policía Estatal.
Mientras cubría un hecho de tránsito, fue abordado por policías estatales que, sin razón aparente, le tomaron fotografías, lo sometieron, lo esposaron y lo llevaron a la fuerza a su patrulla, teniéndolo encerrado por varios minutos, privándolo de su libertad, solo porque tomaba imágenes de un siniestro.
Luis Alberto Ponce es un veterano en el periodismo, alguien que ha dedicado su vida a informar a la sociedad, a dar voz a los que no la tienen. Sin embargo, ni siquiera su larga carrera pudo protegerlo de la brutalidad de la Policía Estatal.
Durante su detención, fue amenazado y humillado. Los oficiales, en su intento de intimidarlo, le recordaron que conocían a su "patrón" y que perdería su trabajo si seguía adelante con sus quejas.
Este incidente, como tantos otros, fue denunciado ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH). Sin embargo, la pregunta que muchos se hacen es si realmente habrá consecuencias para los responsables. La experiencia nos dice que, en la mayoría de los casos, estas denuncias se pierden en la burocracia, y los oficiales continúan con sus prácticas abusivas sin que nada cambie.
La responsabilidad última de estos abusos recae en las más altas esferas del gobierno estatal. El gobernador Cuitláhuac García Jiménez y el secretario de Seguridad Pública, Cuauhtémoc Zúñiga Bonilla, son quienes tienen el poder de cambiar esta situación, pero hasta ahora han mostrado una alarmante falta de acción.
El silencio de estas autoridades frente a los abusos de la Policía Estatal no solo es cómplice, sino que también envía un mensaje claro a la población: la impunidad es la norma.
Cuitláhuac García ha hecho gala de un discurso en el que promete seguridad y justicia para los veracruzanos, pero los hechos demuestran lo contrario. Bajo su administración, la Policía Estatal ha incrementado sus prácticas represivas. Zúñiga Bonilla, por su parte, parece desorientado e incapaz de controlar a las fuerzas bajo su mando, permitiendo que estas operen con total libertad para cometer abusos.
Así de simple, la Policía Estatal en el sur de Veracruz ha dejado de ser una institución de protección para convertirse en una amenaza latente, equiparable al hampa que debería combatir.
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