La silueta de Mercedes describía a contraluz un movimiento rítmico y mecánico -hacia delante, y hacia atrás-, bien apoltronada sobre la vieja mecedora de rattán. Era curioso, pero las largas horas que pasaba en esa mecedora desde hacía un poco más de una década, habían generado en ella una especie de inercia, con la que el balanceo resultaba casi automático, sin necesidad de mover un músculo, de realizar un mínimo esfuerzo.
Mercedes entornó los ojos para contrarrestar un poco el brillo de los rayos del sol que al amanecer chocaban violentamente contra la superficie de las apacibles olas del Caribe. La jornada apenas comenzaba, era el simple inicio de una rutina fija, de mucho rigor y nula esperanza de escapatoria.
El destino y el gilipollas de Jorge –su marido-, la habían arrumbado precisamente al día siguiente de su muerte -la de Jorge-. Ese día, al regresar del sepelio, con la pena de cuarenta años de matrimonio sobre las espaldas, la frustración de varias décadas dedicadas fervorosamente a la cotidianeidad y la insipidez, se encontró con la peregrina noticia de que el muy animal, había nombrado albacea única a su sobrina Nadia, la única pariente que le sobrevivía a Jorge y que, para mayores señas, era profundamente conocida en todos los rincones de la comunidad, por su facilidad para obtener beneficios desdoblando las rodillas, y por su vocación de perra maldita sin escrúpulos.
Mercedes nunca supo que pasó, al menos, eso habían explicado los médicos del Hospital General. Probablemente se nubló su vista súbitamente, todo se puso negro y despertó en el mismo estado en que ahora, más de diez años después, se encontraba. Imposible la rehabilitación -había sentenciado el médico en jefe-. Es muy probable que haya perdido la noción de la realidad, aunque sus cinco sentidos funcionen a la perfección. De caminar y mover las extremidades, ni hablamos; espero que su familiar que espera allá afuera –dijo, finalmente, el médico-, la comprenda y le entregue toda su abnegación.
El médico equivocó. Mercedes se encontraba perfectamente consciente, aunque no podía hablar. Intentó inútilmente explicarle con la mirada al médico que no, que no permitiera que la perra maldita se la llevara, que, por clemencia, no. Nadia sonrió, coquetamente, al doctor, y le dio un beso de judas a Mercedes en la mejilla izquierda, después partió para siempre, a la playa, a dilapidar la fortuna del tío Jorge que, para acreditar de manera póstuma que era un tarugo, le entregó todo su patrimonio con la condición de vivir con Mercedes y cuidar de ella.
El acceso de tos que interrumpió tanto su matinal estado de contemplación como el absoluto silencio que solamente se reconfortaba con el lejano estruendo de las olas golpeando la blanca arena, vino desde muy dentro de su plexo, con una profundidad que seguramente tocaba la parte interna del esternón y el diafragma. Las flemas que expulsó por la boca –ella sabía- darían con la arrugada falda de algodón, y allí permanecerían hasta que secaran. Seguramente Nadia –la muy cretina-, aunque la abandonaba en la terraza desde las seis de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde, prácticamente empotrada en la mecedora, le reclamaría por sus sucios hábitos que estropeaban la ropa.
Taruga –le había dicho Nadia la tarde anterior- qué no ves que si te ensucias tendré que lavar tu ropa más de una vez a la semana, lo que implica cambiarte antes del sábado, a lo cual, desde luego, no estoy dispuesta. Ya con tener el pasivo enorme en mi vida de aguantar a un mueble más en mi casa que respira y se moja, es suficiente.
Mercedes cerró fuertemente los ojos, resignada, y maldijo en absoluto silencio su existencia, la infame hora de la muerte que no llegaba, y todas las absurdas enseñanzas que de niña le impusieron dogmáticamente, sin lógica alguna, en el sentido de que el destino –o Dios- siempre premiaban a la gente que no hacía el mal.
¡Mierda! Qué diablos había hecho ella, si no ser la gata permanente de Jorge, si no ser la tabla de resonancia para todas sus manías, sus fracasos y sus ataques de cólera. Y todo para qué, para terminar sus días siendo el estorbo de una frívola zorra que la sacaba a orear, no en su beneficio, sino para evitar apestar la casa con el pañal chorreado que Nadia ordenaba cambiar, solamente una vez al día.
Qué diablos hizo mal, para estar esperando un fin que se resiste a llegar, un fin que de todas formas sería mejor a su postración, a sus interminables horas de contemplación, frente al mar y en absoluto silencio.
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