Felipe y Toño caminan por el adoquín del andador que conduce a las mesas de cemento de ping-pong de la prepa 5. Como ya es costumbre, se volaron la clase de “mate” de las 9.
–Saca un tabaco para bajar la torta de tamal que nos tragamos, ¿no, wey? –pide Felipe.
–¿Torta? Para torta mira nada más eso...
–¡Órale, qué bombón! ¿La conoces?
–Neta que no, pero ya viste el tatuaje... ¡no mames!
–Simón, güey. Está chidísimo. Esa morra ha de ser bien gruesa, pinche “tattoo”, no tiene madre –sentencia Toño.
Las chavas los miran divertidas, quizá burlonas, y contoneando la falda de mezclilla que a duras penas se sostiene gracias sólo a las exuberantes caderas, continúan su paso. Sobre la falda, una de ellas muestra su blanca piel, de la que justo donde nace la rayita de la nalga, se dibuja una inmensa mariposa que extiende sus alas en forma grotesca.
–¡Chale! ¡Eso más bien parece un murciélago! No manches, qué intensa la tipa–, replica Toño.
Al día siguiente, busca por las canchas a la chava del tatuaje, pero no la encuentra; sin embargo, el jueves, mientras come una torta de dos tamales de mole, pasa frente a él. Toño de volada esconde la telera detrás de la espalda y todavía con la boca llena, le dice:
–Hola...
–Hola, –responde ella y se detiene– tú eres el del otro día, ¿verdad? ...el de la mesa de ping-pong.
–Sí, me llamo Toño, ¿y tú?
–Perla –le revira y se retira pavoneando las alas.
Toño se queda encantado y de inmediato empieza a armar una estrategia para conquistarla. El fin de semana se compra unas playeras rockeras, se despeina el fleco y lo avienta para arriba con gel extra punk.
–Ahora sí, wey –se dice al espejo–, nada de cursilerías. La Perla es pesada y si no actúas así te va a batear por escuincle idiota. Nada de cafecitos ni heladitos pendejos. Al chile, a lo que vas: un antro o de jodido al cine, pero aguas porque si la “movie” es acaramelada, ya valió queso. Hay que buscar algo dark, más profundo.
Ahora que comienzan a verse a diario, Perla no entiende por qué Toño es tan poco caballeroso; de cada dos palabras que dice, tres son mentadas de madre; sin embargo, en el fondo algo de él le gusta, aunque no la trate muy bien que digamos. Sus abrazos son muy bruscos y de la única vez que la besó, no precisamente conserva un recuerdo romántico.
Toño le pide que por la tarde lo acompañe a la prepa a recoger su tira de materias. Mañosamente, la lleva a las “tumbas”, detrás de las canchas: es el lugar del faje. Se sientan al pie de un árbol. Es una tarde bella, piensa Perla mientras descansa la cabeza en su hombro. Casi hasta se podría decir que es el primer momento tierno que comparten y eso la cautiva. Toño deja que la frescura de su aroma colme sus pulmones, cierra los ojos y muere de ganas por confesarle lo hermosa que es: su carita, el lunar en la ceja, la negra cabellera cayéndole en la espalda; esas piernas tan llenitas, los ojos de niña espantada, su tono de voz raspadito, es un encanto. Desea decirle que la quiere para novia en serio; que no importa si ello implica que las cosas se den poco a poco. “Seré paciente, lo juro”.
Acariciando su espalda, la mano se desliza por debajo de la blusa hasta sentir su tibia cintura. La levanta y... ¡no mames! Ahí está la chingada mariposa, extendiendo sus extremidades cual tentáculos ponzoñosos: negros, envenenados, eróticos y sucios.
Perla no entiende porqué Toño de pronto la empuja y comienza de nuevo a mentar madres en ese estilo de niño banda que ni le sale bien. De veras que es extraño.
–¡Puta madre! –piensa Toño alejando la mano de las garras del tatuaje–. ¡Seré pendejo! Le salgo con una tontería de niño enamorado y me manda directo al carajo. Ni madres, me la tengo que llevar en chinga a la cama antes de que se aburra de mí... ¡soy un imbécil!
Una semana más tarde, le hace la propuesta. Ella lo piensa detenidamente y termina aceptando. Insiste en que Toño es un buen chico y que sus absurdas formas son sólo una pose de la edad.
Ya a solas, Toño prende un carrujo de marihuana. En su vida la ha fumado, pero de eso ella no se enterará, ¡ni que estuviera lelo! Segurito Perla le mete chido y se lo tiene bien escondido.
–¿Quieres un toque?
Ella no sabe qué hacer, y para no defraudarlo, le permuta un jalón por una docena de tosidos.
Al tercer llegue de mota, Toño ríe sin saber de qué, e irónicamente lo vuelve a embestir su verdadera forma de ser y mientras ella no lo ve, la contempla con cariño; quisiera hacerle el amor despacio, muy suavemente; dejar grabado el momento de forma permanente; depositarlo en el mismo cajón donde habitan sus más felices sueños de infancia... pero no. Quién sabe con cuantos ya se habrá revolcado la golfa, incluyendo ahuevo al imbécil que le hizo el tatuaje.
Así es que se arroja a la cama, le arrebata la ropa a tirones y al besarle el tatuaje, se convierte en una bestia que la mancilla de una manera punzante, áspera, casi repugnante.
Su intento por poseerla no cesa, sin embargo, se desespera porque no puede concluir su violento acto. Cuando por fin logra penetrarla, Perla gime un agudo grito tan desgarrador, que rebota en las paredes y sale de la habitación como alma que lleva el diablo por el frío pasillo del hotel hasta escapar por el hueco de una ventana rota y fundirse con la brisa del atardecer, no sin antes romper el apacible descanso de una parvada de palomas que ahora vuelan despavoridas en todas direcciones. Las intensas arremetidas previas, hacen que Toño termine rápidamente, exhausto; al apartarse, se descubre teñido de rojo. Me hubiera dicho que estaba en sus días, piensa. Se recuesta a un lado de espaldas a ella. Se acurruca en posición fetal, ¿qué pasa?, ¿no debería haber sido una experiencia maravillosa? ¡Qué hice! Sus confusos sentimientos miran el despostillado techo mientras que una reconfortante fila de lágrimas, calladitas para no ser descubiertas, se columpian por su nariz.
Perla se incorpora. Las piernas duelen, tiemblan y escurre un ligero hilillo de sangre. Mónica ya le había advertido que perder la virginidad no siempre es la mejor experiencia... que las relaciones luego mejoran.
Llega al baño y al mirarse al espejo nota el tatuaje y se recuerda un mes atrás: está recostada boca abajo, Mónica la acompaña y ambas observan como el cerdo de la jeringa mira con lujuria sus caderas aún sin estrenar, mientras encaja la aguja y su tinta fluye una y otra vez, formando las alas de la mariposa. Es repugnante, no le gusta. Esa mariposa es el símbolo más lejano a su personalidad, ¿por qué carajo se habrá dejado convencer por Mónica?
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