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El lobo estepario

2021-05-09 | 08:11 a.m.
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Las pasadas vacaciones navideñas, mi hijo Ale, recién estrenado en su ingeniería, pero absorto por su muy arraigado yo filosófico, quiso apaciguar los tormentos existenciales que el cierre de un muy buen año material me había dejado. Lo hizo depositando silencioso, junto a mi trono de lectura, a un amigo que no visitaba desde hace 30 años… Harry Haller, El lobo estepario.

Al principio me costó un infinito esfuerzo abordar el libro de Hermann Hesse. Sus primeras páginas son muy profundas. No entendía por qué, acostumbrado a leer 100 páginas de golpe, me desbordaba en un pesado líquido, como petróleo, engarrotado, asfixiado, y caía en la cuenta de que no había avanzado ni 10 páginas en el mismo lapso de tiempo. 60 minutos deambulando con el lobo estepario por bares de gente sin educación que desconocía el extraordinario espíritu de Goethe o no apreciaba La flauta encantada de Mozart. Me angustiaba porque, aunque esos lugares no me son ajenos, no por eso me dejan de dar miedo y convulsas arcadas al ver la miseria del mundo. Lo único reconfortante fue ver a más lobos esteparios; me hizo sentir que después de todo yo no era tan extraño. Desdichado sí, por saber que no encajo en las costumbres triviales de la sociedad, pero solo nunca más.

Cuando por fin intuí que comenzaba a domar el libro, ¿o él a mí? Enfrenté una lucha encarnizada para sobreponerme de una de las inexorables crisis de Harry… deprimido a raudales, estaba a punto de claudicar, cuando frente a mi vi un letrero que decía TEATRO MÁGICO –SOLO PARA LOCOS– LA ENTRADA CUESTA LA RAZÓN.

Entré ansioso y al abrir una de sus mil puertas, me hallé en mi etapa de adulto joven. Irremediablemente obligado a entrar a un mundo materialista, con desilusión descubrí que encajaba de manera natural en él. No importaba observar “al hombre que por millones transita por la calle y no tiene más trascendencia que la arena o que la espuma de los océanos: es lo mismo un par de millones más o menos, son material, nada más;” ellos me consideraban, me apreciaban, me empujaban a escalar a niveles más altos: puestos con más subalternos de los que no necesitaba; patéticas corbatas cuyo valor antes me hubiera alimentado un mes entero; autos con más tecnología de la que podía comprender; hembras de suculentas carnes, intentando engatusarme con sus lenguas viperinas para olvidar mi verdadera esencia, mi sino de lobo estepario… así que antes de que fuera demasiado tarde, huí de esa habitación.

Por el pasillo del fondo, se me figuró ver entrando a otra puerta a Harry acompañado de Armanda, María y Pablo, así que apresuré el paso para alcanzarlos, esperanzado en dejar atrás las largas rachas de nadar en petróleo, en tinieblas, maniatado, y por fin ver la luz para hacerme sentir que yo también podría algún día bailar.

Tras la puerta, un majestuoso salón se presentó ante mis ojos. Yo tendría ¿acaso 20 años? Y sabía que estaba a punto de recrear la situación más ridícula de aquella época. Mi inmarcecible novia, con su “risa como de hielo y de cristal, luminosa y radiante”, me imploró que bailara con ella.

Yo sufría porque el lector Alejandro, incluso el escritor, podría tener 100 años, pero el bailarín Alejandro, al igual que Harry, no tenía ni medio día de nacido.

Claro que estando en esa señorial boda, frente a los ricachones de andar respingado y aceitosos cabellos, no tuve remedio.

No tanto por complacer a “sus ojos verdes color del campo recién llovido”, sino porque sabía que, de no hacerlo, en segundos caerían sobre ella una decena de tentadores donjuanes.

Así que dejé sobre la mesa mi cigarro encendido y evité mirar a los espejos que custodiaban los muros rumbo a la pista, a pesar de que sentía unos lóbregos y profundos ojos grises taladrándome. Y llegó el peor momento de mi vida, bailando Payaso de rodeo con torpes pasos, intentando seguir el ritmo de un centenar de personas que disfrutaban el momento, con carcajadas, animándome inútilmente a evitar girar al lado contrario.

Mi madre me observaba feliz ¡Alejandro bailando! El culmen fue cuando entendí cómo funcionaba eso de los brincos para un lado y para el otro y de repente me sorprendí ¡divertido! Por fortuna mi lobo estepario brotó iracundo de mi pecho e hizo que el mundo, por lo menos el mío, se congelara.

Petrificado, en medio del recién trapeado piso de mármol, la burguesía se regocijaba detrás de sus caretas, entre ritmos y cabriolas.

En un momento, al verme idiotizado, un primo ya entrado en canas, –recordándome que la puñalada puede venir de donde menos esperas–, aprovechó para tomar a mi pareja por el talle y se la llevó cabalgando mientras felices cantaban a coro la reveladora y sublime letra “ven, ven, animalito ven…”

Los celestiales pechos que se asomaban por arriba del vestido de mi amada, también retozaban alegres.

La marejada de nauseabundas sensaciones me llevó rumbo a mi mesa. Al pasar por los espejos, esta vez sí tuve el valor de enfrentar a la lóbrega y profunda mirada; mis ojos colisionaron con los suyos: era yo mismo, mi lobo estepario, arrugando la nariz y mostrando los colmillos, gruñendo que yo no pertenecía a ese cosmos, a esa gente ¡a ese baile! Y que me sentiría mucho más apreciado por mi copa y cigarro que fieles me aguardaban sin haberse consumado.

Tras la primera bocanada, una amable voz me abordó:

–No le dé mayor importancia, Alejandro –aconsejó–. Era Mozart y me conmovió verlo radiante, como cuando tocaba sus divinas melodías, a pesar de que moriría pronto, en la indigencia y mal conocido.

Armanda estaba a su lado, y con esa mirada que parecía acariciarte, reforzó:

–No olvides, querido amigo, que puedes estar aquí, con tus zapatos de charol, hablando de la bolsa de valores, mimetizándote en su sistema… pero tú lobo estepario siempre será mucho más fuerte que mil mares juntos.

Ahí estaban los personajes del libro de Hermann Hesse, en mi mesa, Mozart, Armanda, María y Pablo.

La comisura de mi labio se estiró complacida, jaja; exhalé mi cigarrillo dejando que su cortina de humo disimulara que mis ojos se tornaban grises, dispuestos a perdernos entre las estepas.

En fin, querido hijo, gracias por traer de vuelta a mí, un retazo de mi juventud, unas hojas sueltas de mi propio Tractac de lobo estepario.

Mañana debo conducir mi Audi, crear frases publicitarias… Demian y Siddhartha, tendrán que esperar su turno.

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