La señora Macaria pujaba con todas sus fuerzas mientras gritaba furiosa, llena de rabia. Estaba harta de traer chamacos al mundo, pero tal parecía que ese era su destino y nada podía hacer contra ello. Un largo grito más, trajo consigo otro llanto distinto, mucho más agudo, había dado a luz a su diecisieteavo hijo. Cogió el cuerpecito y sin siquiera tomarse la molestia de mirarlo, lo echó al piso, sobre una cobija.
Como pudo se paró y abandonó el humilde cuartucho. “Otra inútil boca más que alimentar”, pensó “por lo menos hasta que cumpla cuatro años y pueda trabajar, ¡maldita sea!”.
Y allí mismo, en ese oscuro lugar, sobre esa pestilente cobija, el niño pasaría hambre, penuria, dolor y maltratos. Sólo de vez en vez entraba alguna desconocida a darle leche y como llegaba, se iba. Por eso, pronto tuvo que aprender a valerse por sí mismo; todos juraban que no sobreviviría, y él, para su fortuna, no tenía aún conciencia que le preguntara ¿para qué vivir? ¿A quién le importaba? Sin embargo, parecía tener condición de acero.
Una mañana, como tantas veces, lloraba y agitaba todo el cuerpo sin parar cuando por debajo de la colcha, justo a la altura del rostro salió un ciempiés. El enorme bicho estaba muy molesto porque al parecer su siesta había sido abruptamente interrumpida. Caminó hacia el niño y a escasos tres centímetros de sus ojos, se detuvo para elevar lentamente la cola; estaba a punto de clavarle su veneno, mas como por milagro, el niño calló su llanto y tan sólo lo observó con curiosidad, pero ya sin moverse. El ciempiés congeló su aterradora postura y tras unos segundos de comprobar que el niño no representaba un peligro para él, se volvió a escurrir hasta esconderse en el calorcito de los cabellos de su nuca.
Esa fue la imagen más familiar que tuvo el niño hasta casi cumplir los cuatro años, día en que su padre entró al cuartucho, espantó a los perros que siempre lo orinaban, pero que también le daban calor en las heladas noches; lo jaló del brazo y se lo llevó a trabajar al puesto que tenía en el mercado. “Ora sí, pedazo de huevón, vas a empezar a pagarme todo lo que te has tragado”.
“¡Ssshhssstt! ¡niño!”, eran las únicas palabras que oía cuando alguien se dirigía a él, e indudablemente lo llamaban para ordenarle algo o aporrearlo por no estar haciendo nada. Por ello, el niño había desarrollado un instinto de alerta y respondía rápidamente con los escasos monosílabos que sabía, -sí, no, ajá, mmm- y que le bastaban para comunicarse.
El tiempo pasó y su vida de mercado y cuartucho, una noche dio un radical vuelco.
Se encontraba fatigado de cargar cientos de trozos de reses, del puesto a un cuarto con refrigeradores que su padre tenía al fondo del mercado, cuando en el cuarto de al lado escuchó un ruido. Escurriéndose cual serpiente, con su habitual sagacidad, comenzó a observar entre los tablones de madera lo que sucedía y la imagen que vio lo trastornó por completo. Era Anastasia, su hermana de dieciséis años, la única persona en el mundo que había llegado a tener algún gesto de cariño con él, pero que desafortunadamente fue sorprendida por su madre y eso le costó perder dos dientes.
Anastasia fue como una visión celestial, se despojaba de toda su ropa mientras giraba con suavidad para mirar extasiada las nuevas curvas que habían aparecido.
El niño jamás había visto algo que le pareciera ni siquiera bonito por lo que no conocía el significado del torrente de sensaciones que experimentaba en mente y cuerpo. Amor, deseo, éxtasis, erotismo... la panza le daba vueltas y ahora comprendía el motivo de su firme miembro.
De pronto, Anastasia lo sorprendió y en lugar de reprimirlo, complaciente, lo acercó hacia ella para que pudiera gozarla a plenitud. El niño se quedó paralizado y más mudo que nunca. La tenía frente a sí y aunque el deseo de tocarla era incontenible, el pánico no lo dejó mover ni un dedo.
Anastasia, gentil, juguetona y también excitada, acurrucó el rostro del niño entre sus frondosos senos; los ojos espantados del niño, relacionaron ese busto tan perfecto, con los deliciosos duraznos del puesto del mercado, prohibidos también para él; y cuando su pezón comenzó a erizarse, Anastasia, complaciente, tomó su pequeña mano, la colocó en su seno y le enseñó cómo acariciarla, con delicadeza, por un lado, al centro, esparciendo su piel mojada.
El niño restregaba la boca contra esa húmeda tibieza, deseaba absorber su esencia y eternizar ese momento, clavándolo hasta sus entrañas.
Finalmente, Anastasia le obsequió una mirada amable y se retiró meciendo unas sublimes caderas en forma de corazón. El niño no cambiaría un minuto de esa imagen ni por todas las riquezas del mundo.
Unos meses después, corrió presuroso al escondite en busca de su hermana. En efecto, ahí estaba Anastasia, sólo que su madre le recriminaba por haberse revolcado con el hijo de la verdulera, mientras que su padre la tasajeaba con el machete hasta darle muerte. El niño hubo de mirar con sus propios ojos como su cabello, las rizadas pestañas, su amable mirada y esa manera de andar, se habían paralizado quedando cubiertas de chorros de sangre.
El niño tuvo que esperar hasta pasados los veinte años para cometer su primer asesinato. Para entonces, los arduos años de cargador ya le habían dado la suficiente fuerza física para clavar su puñal, una y otra vez, con total frialdad y saña, primero sobre su padre y después en el rostro de su sorprendida madre.
A partir de ese día, el mundo del niño se presentó ante él de una manera compulsiva, frenética. Fue una cachetada que le hizo comprender por qué su vida había sido un gran vacío en el que sólo brillaba la luz del encuentro con Anastasia. Comprendió también por qué su presencia en cualquier lugar que estuviera, pasaba desapercibida, tal y como si fuera un ente fantasmal; y ahora sabía por qué su terco organismo se había negado a morir. No sonrió, no sabía cómo, jamás lo había hecho y sus músculos estaban atrofia- dos para realizar tal acción; pero tampoco le importó porque de sus adentros, el macabro asesinato de Anastasia había sacado a flote la verdadera misión de su existencia. La vida misma le había regalado el presente más maravilloso: un motivo para vivir.
En lo absoluto le conmovió el hecho de asesinar a sus padres. Tal como hacía con las reses, rebanó los cuerpos en mil cachitos y los fue a arrojar a un monte cercano, donde se imaginaba que sólo los buitres podrían dar con ellos. Pero no fue así, un lugareño se tropezó con un escalofriante tronco humano y dio parte a las autoridades. Era un caso muy extraño, ya que todas las partes de los cuerpos estaban completas, salvo que alguien había robado la cabellera de la mujer.
Durante el día, el niño atendía el puesto del mercado; por las tardes, ya que la gente se iba, se refugiaba en el cuarto de los refrigeradores, y por las noches, salía de cacería.
Tuvieron que pasar muchas víctimas para que la policía sospechara de un asesino serial y entonces el comandante recurriera al teniente Tony Salazar y a los detectives Lucio Anguiano, y Miranda Torres.
–Estamos frente a un asesino serial, no hay duda –dijo el comandante.
–No estoy seguro comandante, tal pareciera como si fueran diversos asesinos. Mire la forma de matarlas, las armas, los lugares, las edades, todo es diferente –aseveró Salazar.
–No lo creo, Tony –replicó Lucio–, todas las víctimas son mujeres y las deja completamente descuartizadas... ¡si tan sólo supiéramos el móvil!
–Y un dato más, –agregó el comandante– falta una parte del cuerpo de cada una de ellas...
–¿Cuál? –interrumpió la detective Miranda.
–Bueno, eso aún no se define, porque la parte que falta es diferente en cada caso.
–Ajá... -dijo pensativo Salazar –¿alguna pista?
–Él, o los asesinos, son muy astutos. No dejan rastro alguno. Salvo en el último asesinato que quedaron rastros de sangre en un brazo...
–¿Y eso qué tiene de raro, si el asesino corta el cuerpo de las mujeres?
–Que la sangre no es humana, es de una res; ¡a trabajar! Y Anguiano –concluyó mirando amenazadoramente al teniente–, quiero resultados ¡rápido!
Pasaron los meses y a pesar de que los asesinatos iban en aumento, los detectives no encontraban en la escena del crimen el menor indicio que los condujera al homicida. Habían registrado cada carnicería, rastro y mercados de la zona y nada. Sin embargo, la noche del doce de mayo, las cosas cambiaron.
Miranda entró abruptamente al despacho de Tony y le dijo:
–Teniente, el asesino cometió su segundo error. Tenemos un cadáver repleto de huellas digitales y suelas de zapato. Al parecer algo o alguien interrumpió su faena y esta vez no pudo tener los mismos cuidados.
–¡Perfecto! ¡Lo tenemos en nuestras manos! –refutó Lucio exaltado.
Pero los resultados de laboratorio y las investigaciones sólo los dejaron más desconcertados. Las huellas digitales eran muy claras; a pesar de ello no figuraban en los registros policiacos, y cómo iba a ser si el niño había nacido en aquel cuartucho y jamás fue bautiza- do, ni fue al Seguro Social, ni mucho menos a una escuela. El niño, simple y sencillamente no existía para este mundo. La prueba más clara era que ni siquiera tenía un nombre.
Día tras día y noche tras noche el teniente y los detectives no salían de su despacho analizando el caso. Dos mujeres más habían caído en manos del asesino y nuevamente se habían detectado varias pisadas. Ahora sabían que era un solitario hombre, las huellas correspondían a zapatos tenis de baja calidad y por el tamaño y la presión con que quedaban marcadas, determinaron que se trataba de un hombre joven, delgado, quizá de 1.75 metros de estatura y no más de 65 kilos.
–Miren... –comentó Miranda al ver las fotos de los criminales –parece como si fuera un ciempiés.
–Tienes toda la razón –agregó Lucio–, deja decenas de pisadas alrededor; es curioso que cada vez se vuelva más descuidado. Tal pareciera que ya no le importa ocultar su personalidad.
–Sí, es como si estuviera concluyendo su tarea –dijo el teniente Salazar mirando unas gotas de lluvia que escurrían por la ventana. Se prendió un nuevo cigarro para de inmediato arrojarlo dentro de una de las cuatro tazas de café que estaban sobre el escritorio. –Algo me dice que no tendremos muchas oportunidades más de dar con el Ciempiés. Luego, miró el mapa de la ciudad en donde tenían marcado los lugares de cada asesinato y comentó:
–Aquí hay un patrón que no hemos seguido ¿cómo pudimos ser tan ciegos? Observen bien y notarán que el Ciempiés ha ido alejándose cada vez más y siguiendo una trayectoria semicircular.
–¡Cierto! –dijo Lucio–, y si consideramos que ataca casi cada dos meses, quiere decir que esta semana asesinará a otra mujer justo aquí, en la Delegación Tlalpan.
–¡De prisa! Gira instrucciones de que se cubra toda la zona. ¡Andando!
–¡Teniente, espere! –pidió Miranda–. En su mapa no tiene contemplado el primer asesinato, el del hombre y la mujer mayores.
–¡Vamos detective! Yo no estoy seguro de que esos asesinatos tengan alguna relación. Son las únicas víctimas de mayor edad; además, se encontraron juntas y el Ciempiés ha dado muerte tan sólo a mujeres solitarias ¿por qué habría de ser precisamente un hombre su primera víctima? No concuerda...
El teniente Tony Salazar abandonó de inmediato el despacho y Lucio salió tras él.
La detective Miranda hizo a un lado el trozo de pizza de la cena de la noche anterior y escondió la cara entre sus brazos. Estaba agotada, pero meditaba profundamente porque algo no encajaba. Se puso de pie y colocó una tachuela de color diferente marcando el sitio del primer ataque. “Vamos a ver” se dijo “si el Ciempiés se ha ido alejando cada vez más y aquí cobró sus primeras víctimas... ¡por supuesto! ¡Debe vivir por esta zona!”
Sin siquiera dar aviso a sus compañeros, Miranda salió directo al lugar y cuál fue su sorpresa al encontrarse con un enorme mercado de carnes, a unas cuantas calles de ahí. Pensó de nuevo llamar a Tony y Lucio, pero no lo hizo, tan sólo echaría un vistazo. Comenzaba a oscurecer y ya había poco movimiento.
Al entrar por el acceso principal se cruzó con un hombre qué, por algún extraño motivo y a pesar de ser ella muy observadora, ni siquiera notó. Fue simplemente como si pasara una sombra. Pero el niño obviamente había percibido su olor y todo su ser. Cada que Miranda se internaba por un nuevo pasillo, la silueta se presentaba sin ser vista, en otra posición. La detective llegó hasta los locales de carnes y le llamó mucho la atención que sólo uno tuviera aún la luz encendida.
Caminó un poco más hacia adentro cuando el niño la sujetó por detrás tapando su boca. La arrastró a gran velocidad, dando pequeños pasitos que lo hacían aparentar casi como si volara. No emitía el menor ruido. A Miranda no le hizo falta ver en ese lugar las mismas huellas de los tenis encontradas en las escenas del crimen para adivinar que el asqueroso tipo que la sujetaba, era el mismísimo Ciempiés. El niño la condujo hasta su escondite y la ató contra un tubo. Aunque su rostro era inexpresivo, Miranda intuía que estaba feliz... la presa había caído solita en su nido. A un lado, se encontraba otro cadáver; seguro el más reciente.
El Ciempiés le había arrancado los pantalones, las medias y zapatos. Debajo de unas perfectas líneas trazadas con plumón negro sobre los tobillos, las piernas terminaban. Sus pies habían sido cercenados... ¡la escena era totalmente Frankestiana! El cuarto lucía lleno de fragmentos humanos colgados con ganchos y en el centro una plancha metálica sobre la que descansaba el cuerpo de una mujer que había sido reconstruida, cual rompecabezas, parte por parte, como un horrendo experimento médico, por trozos del cuerpo de diferentes mujeres.
El niño, en una escena casi tierna, se acercó a la plancha, acurrucó el rostro entre los frondosos senos y comenzó a acariciarlos con delicadeza, por un lado, por el centro, esparciendo su piel mojada.
Después cogió uno de sus enormes cuchillos y aproximándose a Miranda, comenzó a afilarlo mientras la observaba detenidamente. Le aventó para atrás el cabello y levantando al cielo el cuchillo, le estiró la oreja... - “¡Track!” Se oyó detrás de los tablones. El niño, de inmediato supo que había sido descubierto y se escabulló en un segundo.
El teniente Tony Salazar se acercó por una rendija, y al ver a Miranda a punto de morir, agradeció el haber regresado a su oficina y hallar la marca en el mapa dejada por la detective.
Cuando el niño salió por la puerta trasera, Lucio que cubría esa parte, quitó el seguro de la funda de su arma, mas cuando lo tuvo frente a él, quedó paralizado y no pudo mover ni un dedo. La tétrica figura era como un gran ciempiés, parado, erguido, vestido de negro y bañado en tierra. Sus escalofriantes ojos cafés parecían no tener vida y todo su ser se desplazaba como si flotara.
Lucio quedó congelado, inmóvil; sin embargo, Tony llegó de inmediato y apuntó su Bereta a la espalda del Ciempiés... “¡Alto o disparo!”.
El niño ni siquiera lo volteó a ver ni mucho menos aceleró el paso. Nada le importaba...
Anastasia, su Anastasia, ya estaba completa y había vuelto con él para ofrecerle, bondadosa, su regazo.
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