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Por Mariano Moreno Santa Rosa
Columna:

Crónica de una semana en la FIL

2022-12-08 | 04:17 p.m.
Crónica de una semana en la FIL
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Siempre ha sido interesante que un país con niveles de lectura tan bajos como México también albergue a la feria del libro en español más importante del mundo. La última vez que vine a la FIL fue en 2019, antes de la pandemia, y aún conservo libros algunos libros envueltos en su plástico que compré en mi primera visita a la feria. Por lo tanto, en esta ocasión he sido más moderado en las compras y más imprudente con las firmas y las fotos con algunos autores. Hay que desquitar la travesía literaria cuando se viene a la FIL con recursos propios. Los pasillos de la Expo Guadalajara se abarrotan conforme más se acerca el día final de la feria. Me pregunto si los libros que se venden serán leídos. La industria editorial de México se sostiene de la gente que compra libros pensando que algún día los va a leer. Pero al menos los compran, y para mí eso es suficiente. A la par de los libros también deberían vender el tiempo para leerlos.

Siempre que vengo a la FIL me sorprende que haya tanto interés de la gente en los libros. Un buen amigo escritor me dijo que la Feria del Zócalo suele tener mucha afluencia pero pocas ventas en libros. ¿La razón? La gente que llena los asientos de las carpas no está realmente interesada en las presentaciones de libros, sino en buscar sombra en las horas duras del sol. Pero la Expo Guadalajara tiene mucho techo, y muchos pasillos, muchos stands, muchas luces. Arturo Pérez Reverte está firmando ejemplares de su nueva novela, la cual volverá a poner de moda a la Revolución Mexicana. Hay tanta gente en la fila que si uno empezara a leer la novela, cuando se acerque al autor ya podría tener leída la mitad. ¿Por qué esta enorme concurrencia no se refleja en los índices nacionales de lectura? ¿Somos buenos para comprar libros y no tanto para leerlos?

En la mañana del primer domingo de feria me encontré a Elena Poniatowska. Le pregunté si no era molestia que me firmara mi valioso ejemplar de La noche de Tlatelolco, primera edición de 1971 que conseguí en el mercado negro. Ella accedió gentil, como marca su leyenda, y nos sentamos en un sofá. ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Una foto? Le recordé que era la firma. Ah sí, respondió, y sacó una pluma azul de su bolsa. Puedo confirmar que Elena Poniatowska se toma el tiempo del mundo para escribir una dedicatoria, y eso siempre se agradece. Ella no firma una hoja en blanco, sino que plasma cariño en el papel. ¿De dónde es usted? Coatzacoalcos, Veracruz. Soy amigo de José González Gálvez. Ah sí, yo a José lo estimo mucho. Me devolvió mi libro y quiso darme su pluma azul. Le dije que la pluma era suya y le di las gracias por la dedicatoria. Quise prometerle que no volvería a joderla jamás, pero no pude. Al levantarme, alguien más que acechaba desde la distancia se acercó a Poniatowska con la misma petición.

Esa noche, Elena Poniatowska recibió un homenaje con el pretexto de El amante polaco, novela dividida en dos tomos en donde explora las raíces de su familia y  su apellido. Lo que más le admiro, entre muchas cosas, es que a sus 90 años sigue escribiendo y pensando en futuras novelas. “Sigo teniendo la posibilidad de enamorarme hoy en la noche”, confesó ante el público que la ovacionaba.

Caminar en los pasillos de la FIL es similar a recorrer un mercado árabe. Tal vez eso explica la elección de Sharjah como invitado de honor este año. Como en Nueva York, hay que caminar sin destino pero siempre dando la impresión de que se sabe a dónde va. En los muchos stands se puede encontrar de todo: novelas que se encuentran en cualquier librería o primeras y raras ediciones, desde libros sobre instalaciones eléctricas hasta una copia de Pedro Páramo firmada por Juan Rulfo con valor de quince mil pesos. Al ver tantos libros uno se pregunta si cabe en el mundo una novedad más. También veo, en los stands más lejanos, autores que han publicado de manera independiente. Están sentados, esperando que alguien se acerque a preguntar qué es lo que vende. Observan en silencio el paso de la gente. Uno de esos autores es un sacerdote. Algunas personas lo saludan, platican brevemente, tal vez reciben una bendición, y el sacerdote vuelve a quedarse solo con sus libros.

A unos cuantos metros, la hilera para obtener una firma de Arturo Pérez Reverte es tan larga que parece una fila de vacunación. Un señor que habla por teléfono calcula que hay mil personas. Ante las risas de los demás, rectifica: Exageré, hay unas trescientas. Observo a la gente adelante y atrás de mí y me llega una revelación incómoda. Habiendo tantos libros que están siendo firmados, ¿por qué el mío habría de ser especial al del resto?

Otro día, creo que fue el martes, Irene Vallejo presentó junto a Jorge Volpi “El infinito en un junco”, un célebre ensayo sobre la historia de los libros y el amor a la lectura. Habla precioso, dice una señora a otra. El salón está lleno. La mayoría tiene en la mano libros de Irene Vallejo y yo me pregunto si ella aceptará la titánica labor de no dejar ningún ejemplar sin firma. Antes que comience la charla, escucho a unos estudiantes que están sentados atrás. Uno, leyendo el programa del día, pregunta a su grupo si alguien sabe quién es Elena Poniatowska. No la conocen. Por un segundo se emociona al confundir a la escritora Luna Miguel con Luis Miguel, nada menos. Luego organiza la ruta de escape. ¿Sí se quieren quedar? Aunque sea diez minutos, acuérdate que nos van a preguntar lo que dijeron aquí. Ah, es verdad, dicen con resignación. Irene Vallejo entra a la sala y se escuchan los aplausos. Nos invita a leer a los clásicos, porque los clásicos no son difíciles de leer dado que son muy parecidos a nosotros. Pero esto ya no lo escucharon los estudiantes sentados atrás de mí. Solo aguantaron veinte minutos antes de abandonar el gran salón.

Laura Restrepo abrió mi ejemplar de Delirio y, antes de firmar, hizo la pregunta de difícil respuesta: ¿A qué te dedicas? Le conté mi cantaleta del escritor primerizo, la primera novela, que al igual que en otra novela de Laura, también se desarrolla en una isla. ¿Y cómo se llama esa isla?, me preguntó. Después leí la dedicatoria que me puso: Para Mariano, porque pronto leeré su novela sobre Cayo Arcas.

 

Una ausencia que lamenté fue la de Joël Dicker, sobretodo porque desde Ciudad de México cargué libros suyos que no son precisamente ligeros. Adentro del salón nos enteramos de la noticia fatal: el escritor suizo no vendrá a la FIL debido a un contagio de Covid 19, y solo se evitaron posibles disturbios gracias a las buenas artes de Mayra González y Jorge F. Hernández, que sacaron adelante la presentación. En otra ocasión, saludé a Jorge F. Hernández reclamándole que no hemos coincidido en el gimnasio del hotel. Respondió, as usual, con gran humor: “Es que yo voy en la noche, a la misma hora que Elenita, y los dos trabajamos glúteo”.

En los hoteles sede también ocurre buena parte de la FIL. Probablemente la más interesante. Allí fue posible saludar, ver las derrotas de México en el Mundial y compartir desayuno con distinguidos miembros del “foro del conservadurismo” (ya saben quién dixit). En el lobby del hotel ocurrió un suceso que pocos ojos vieron. El otro ya saben quién entró seguido de unos señores de traje que le seguían el paso apresurado. Era tal la prisa que uno de ellos cayó al suelo casi enfrente de mí. Me llevé una buena sorpresa al ver que los objetos que también habían caído no eran unos radios o celulares, sino dos cargadores de pistola, la cual noté cuando aquel hombre se acomodó el saco. Lo más prudente fue voltear para otro lado, igual que cuando escuchaba gritar a los vagabundos en el metro de Nueva York.

La mano más suave que saludé fue la de Silvia Lemus. La más generosa fue la de Jorge Castañeda. La más amable fue la de Gonzalo Celorio, director de la Academia Mexicana de la Lengua, que me invitó a sentarme en su mesa para platicar sobre las ambiciones literarias de juventud. La más paciente fue la de Claudia. La fila más larga que vi para conseguir una dedicatoria estaba formada por lectores de la poeta Elvira Sastre. Dicha fila llegaba hasta el estacionamiento.

La analista Blanca Heredia no fue abucheada cuando discrepó de las posturas críticas de Denise Dresser y Carlos Bravo Regidor, enumerando algunos logros del régimen. Hablando de la polarización en el país, Nicolás Medina Mora comentó que llegó a creer que la vida del presidente electo estuvo en riesgo la noche del 1 de julio de 2018. Una voz en el público gritó algo parecido a “que sí lo maten”. Hubo silencio y desaprobación en la sala, y los panelistas de la mesa, sabiamente, acordaron con gestos no hacerle eco a aquella estulticia.

A pesar de los conflictos políticos entre el gobierno de Jalisco, el presidente y la Universidad de Guadalajara, la FIL volvió a salir airosa. La feria de este año me dejó con nuevos amigos, gratos reencuentros, más firmas, más fotos y más libros que espero leer algún día, cuando en la feria haya stands que vendan tiempo para la lectura. Y por cada estudiante que no sabe quién es Elena Poniatowska o que abandona de inmediato una conferencia de Irene Vallejo, hay otros que leen su nueva adquisición en los pasillos de la Expo, que ahorran dinero para poder comprar el libro que llevan meses anhelando, que se forman horas para obtener la fugaz dedicatoria de un autor. Me llevo buenas anécdotas. Algunas las conté en esta crónica. Otras me las reservo para mi diario, para mis futuras memorias, y para la feria del próximo año.

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