A principios del siglo XVI, no existía, para los grandes imperios, otra opción que innovar. Saturados, sobreactuados, agotados por el exceso y la explotación ya cotidiana de los recursos de siempre. Con los flagelos de la sanidad y las enfermedades...
España, por ejemplo, estaba envuelta en una crisis financiera y enfrentaba la peor corrupción en su burocracia. Los propios miembros de la corte eran el principal obstáculo del desarrollo y sus detractores solamente buscaban iniciativas que hicieran tambalear a la Corona, para hacerse ellos mismos de los mismos aposentos que tanto deseaban, envidiaban, codiciaban.
No faltaban cerebros ni arrojo, pero sobraban intereses particulares que, mientras funcionaran, hacían del Estado una cuestión totalmente secundaria, solamente útil para justificar la mezquindad y la voraz ambición de riqueza. La comunidad… pobre, miserable quizá. Repito, España del Siglo XVI.
La corte del rey le adulaba sin igual, pero estaba pendiente de sus fracasos para obtener prebendas. El rey estaba atrapado entre derroche, hedonismo y deuda del sistema, a pesar de tener la infantería más poderosa del mundo y una flota envidiable. Entre arreglos subrepticios y deserciones, llegó un singular portugués llamado Fernando de Magallanes con la solución perfecta: una nueva ruta para encontrar las islas de las especias. Claro, estaba el obstáculo de la oposición que decía “no” a todo, porque no podía permitir que una idea ajena tuviera éxito. Además, era extranjero, y proponía algo muy distinto a lo que siempre se había hecho en el imperio.
Finalmente, el Capitán Magallanes convenció a la reina, más que al rey, y zarpó al mando de la flota que buscaría la gloria, con un cuerpo de oficiales artificialmente impuestos por los cortesanos que hasta en eso tenían su cuota de poder, y un puñado de marineros vascos cuyo oficio para navegar resaltaba entre lo más fino del orbe.
No obstante, en breve, la lucha de poder entre Magallanes –que era otro figurín cuya arrogancia era del tamaño de su proyecto- y los otros capitanes de las embarcaciones, comenzó a destruirlos paulatinamente, hasta el punto de poner en riesgo la misión. Todos querían ser el héroe y regresar como autores únicos de la hazaña, aunque no tuvieran la más miserable idea de cómo hacerlo. Se fueron matando entre sí. El propio Magallanes murió asesinado en un acto de estupidez extrema sin haber visto las islas de las especias.
Juan Sebastián Elcano, en segundo plano, un simple contramaestre, sin buscar la gloria sino dedicado a sus observaciones y obsesionado con sus responsabilidades, acabó por recibir el mando a la muerte de todos sus superiores –más por azar que por decisión propia-, y a la mitad de un Océano Pacífico absolutamente desconocido e inexplorado.
Elcano se convirtió en el primer hombre que navegó alrededor de la tierra al mando de unos sobrevivientes totalmente anónimos que garantizaron el funcionamiento de la hazaña. Por intuición y oficio de astrónomo, y un astrolabio en el bolsillo, se imaginó que algo similar a lo que descubrió Magallanes, existiría al otro lado del Pacífico, otra ruta de regreso a Europa.
Y así fue, azorado por las tormentas, mermado por el escorbuto, con todos sus muertos a cuestas, alimentado con las escasas ratas que habitaban la podredumbre del avituallamiento, creyó en sí mismo como en ninguna otra cosa, e hizo historia: abrió la puerta clave para el funcionamiento del mundo como lo entendemos ahora.
Elcano, por vocación, sin protagonismos ni declaraciones estridentes, sinhashtagsnitrending topics, dándole un sentido a la muerte de su tripulación. Así, con la razón, con las ideas y la determinación, llevó a sus hombres supervivientes a salvo, de regreso a casa a bordo de la Victoria –así se llamaba su embarcación-, y sin más, cambió el destino hace quinientos años, en una lección que hoy, aquí y ahora, sería tan útil de aprender a la hora de sobrevivir esta mortífera y desoladora circunstancia de la pandemia y de las miserias que la circundan.
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