Para Lucy, ver volar detrás de su ventana a la enorme mariposa multicolor que todas las mañanas danzaba ante sus ojos, le resultaba fabuloso. “Arcoíris” fue el nombre con el que la bautizó, y mientras sus tonos, cual pinceladas del gran pintor francés Claude Monet, se mezclaban a gran velocidad, en la mente de Lucy florecían las mismas frases: “si yo pudiera navegar los aires como tú, Arcoíris...” “si yo pudiera tan sólo pasear por las calles...” “si yo pudiera... si yo pudiera...”
Pero no, su enfermedad le impedía salir de casa. No iba a la escuela como el resto de las niñas. Ni siquiera mamá le permitía jugar en el parque, y es que la última vez que salió, al ir avanzando por las calles de la ciudad, entre el smog de los autos y lo turbio del ambiente, le vino un ataque de tos que casi la ahoga. También se ponía mal del estómago a menudo y su piel de niña comenzaba a enroncharse, tanto, tanto que, al pasarse por encima las yemas de sus delgados dedos, sentía como si estuviera acariciando el lomo de un elefante viejito.
Por eso mamá la protegía mucho y procuraba mantenerla en su habitación, alejada de todo posible mal; a veces, cuando abría de más la puerta y el humo del cigarro de los adultos (o tan sólo el polvo) penetraba, de inmediato tenían que ponerle una mascarilla con oxígeno. Esa era la única manera de devolverle a su rostro las dos preciosas chapas rosas que pintaban sus mejillas.
Arcoíris se había convertido en su única amiga y ambas compartían cada uno de sus secretos.
La tarde, con sus hermosos arreboles, apenas iluminaba la ciudad, cuando Arcoíris, radiante y ágil como siempre, se paró frente a Lucy. Con su alita parecía quererle decir que abriera la ventana. Lucy la observaba juguetona, sin embargo, con melancolía, le dijo:
–Arcoíris, tú sabes que lo que más deseo es estar contigo, pero no puedo.
Arcoíris comenzó a rebotar ligeramente contra el vidrio; su golpeteo venía acompañado de un extraño ruido que sonaba “ffuuuu”.
“Que simpático sonido”, pensó Lucy, “¿será el viento?” Se sentó en su cama a observar y tanto el golpeteo de Arcoíris como el “ffuuuu” eran tan insistentes, que pensó que podrían llegar a romper la ventana, así que, aunque lo tenía prohibido, la abrió un poquitín. Muy rápido, sintió cómo por ese leve huequito entró una fresca ráfaga de viento; luego la cerró para no enfermarse, pero cuál sería su sorpresa al ver que la ráfaga de viento se comenzó a convertir en una gran burbuja de aire que, inflándose poco a poco, ahí mismo en su recámara frente a sus propias narices, fue formando una cara regordeta muy chistosa, le sonreía al tiempo que repetía el mismo ruido: “ffuuuu, ffuuuuu“.
– ¿Así que tú eres quien me chifla, eh? –Cuestionó Lucy mostrando entre sus labios, la hilera completa de sus aperlados dientes.
Arcoíris, que revoloteaba junto a ella, respondió:
– ¡Sí!, se llama “Cachetes” y quiere invitarte a que des un paseo con nosotras, ¡anda ven!
–Oye, espera, ¡yo no puedo salir! ¡Puedo morir! ¿Lo olvidaste?
–Claro que no, es lo último que haría, –contestó Arcoíris.
Mientras ellas seguían charlando, Cachetes se inflaba cada vez más, inhalando todo el aire de la habitación, hasta formar una enorme burbuja en la que capturó dentro de ella a Lucy y a Arcoíris; las protegió y después, de un sólo soplido abrió la ventana y salieron de casa.
– ¡Estamos volando! ¡Estamos volando! –dijo Lucy.
– ¡Sí, querida amiga! ¡Ahora puedes volar como nosotras! –respondió Arcoíris, complacida de verla feliz.
En su viaje, a medida que rebasaban los tiraderos de basura, las aguas contaminadas, el estridente ruido de la ciudad, el smog de los autos y las fábricas, se encontraron con un Veracruz lleno de nubes azules; decenas de hilos de agua pura que corrían presurosos desde las altas montañas hacia su encuentro con los ríos y de ahí se fundían en un inmenso océano; también pudieron apreciar cientos de árboles colosales, con sus tupidas hojas y frutos; enigmáticos paisajes en los que convivían, divertidos, aves y animalitos.
En su trayecto, se maravillaron al ver el majestuoso Golfo de México bañando sus playas; los antiguos y, a la vez, modernos puertos, siempre luciendo sus gigantescos barcos, “llenos de cajitas”, como decía Lucy, ondeando banderas de muchos rincones de la Tierra; edificios coloniales y la histórica fortaleza de San Juan de Ulúa, siempre tan señorial; sobre sus lagunas, islas, ríos caudalosos con sus portentosas casca-das, una fiesta de tonalidades se presentó ante ellas, se trataba del vuelo multicolor de guacamayas, halcones y tucanes. Quedaron impactadas con el ancestral espectáculo de los voladores de Papantla; y ni qué decir de las pirámides de Tajín; cerros, montañas y volcanes nevados; dunas, agua y selva; se embelesa-ron con el aroma a café y vainilla; y hasta pudieron ver cómo la gente se divertía al compás de alegres salsas, sones y danzones “¡así bailan mis abuelitos, con esos mismos trajes tan elegantes!”, recordó Lucy. Ciudades modernas con magníficos hoteles, restaurantes, acuarios y atracciones para toda la familia. Mo-rían de ganas por zambullirse en el cálido mar, dar de marometas por sus dunas y hasta aventarse en kayak por sus “rápidos” ¡qué emoción!; se les antojaron sus picadas, gorditas, tamalitos, frijoles y mariscos… pero todo eso, sería otro día.
– ¡Qué gran aventura! ¡Esto es fabuloso! –Gritó Lucy a los cuatro vientos.
– Jaja, –rieron a dueto Arcoíris y Cachetes al descubrir que para Lucy todo era completamente nuevo.
– Cómo, Lucy, ¿vives aquí y no conocías todo su esplendor?, ¿es cierto o me equivoco? –Interrogó Arcoíris.
– ¡No! ¡Jamás había visto a su amado Veracruz en su real dimensión! Les agradezco tanto el paseo…
Cachetes y Arcoíris también estaban extasiadas con el panorama, tan es así que no se dieron cuenta cuan-do de pronto ¡chocaron contra la punta del pino más alto de la montaña!
Lucy salió despedida en caída libre. “Ahora, pensó, si no muero al respirar, seguro con el trancazo sí”; pero no, al contrario, llena de contento, cerró los ojos y solo se dejó llevar: el aire, el agua y el ambiente eran tan limpios que se sintió muy sana y llena de vitalidad. Antes de caer al suelo, Cachetes se echó tremendo clavado por los aires, obvio, era su especialidad, convirtiéndose en una esponjada cama que colocó debajo de Lucy para cacharla, justo antes de que fuera irremediable que estallara contra el pedregoso terreno.
– ¡Arcoíris!, ¡Cachetes! ¡Puedo respirar! ¡Ya no estoy enferma! ¡Me he curado! –Festejó Lucy mientras rebotaba en la cama de Cachetes.
–Tú estás bien Lucy, –respondió Arcoíris–, en realidad el que está muriendo es nuestro mundo. Está tan descuidado por el hombre, que toda la inmundicia que despide nos contamina y contagia la enfermedad que ellos mismos han propiciado. Es inexplicable y me llena de indignación como el poder, la riqueza, pueden más que el cuidar nuestro propio hogar.
– ¡Es cierto! Aquí, con la pureza del oxígeno, el cantar de los pajarillos y la belleza de la cristalina agua de río que corre entre los árboles, solo hay vida... pero, –agregó consternada Lucy–, ¿qué podemos hacer? ¡En la ciudad hay muchos niños enfermos como yo!
Atormentada, Arcoíris le aconsejó:
–Los que están mal son los adultos, debemos llevar este mensaje a todos los niños para que ayudemos a que nuestros papás abran los ojos, creen conciencia, dejen de contaminar y con esto podamos sanar a nuestro mundo.
– ¡Claro! –dijo Lucy–. ¡Es la idea más maravillosa que he escuchado!
–Pues manos a la obra –festejó Arcoíris recobrando el ánimo– ¿qué propones que hagamos? ¡Nosotras estamos más que puestas!
– ¿Qué les parece si cada niño enseña en casa a sus hermanos mayores y papás?
–respondió Lucy–. Así, consecutivamente, nuestros hermanos podrán transmitir el mensaje en sus escuelas y nuestros padres podrán hacerlo en sus trabajos, hasta que llegue a todos los rincones...
– ¡Genial, genial! –dijo Arcoíris moviendo sus antenitas–. ¡Comencemos ahora mismo! No esperemos ni un segundo más.
Lucy le guiñó un ojo a su amiga y feliz gritó al cielo:
– ¡Cachetes, llévanos de vuelta a casa a toda velocidad! Hoy, todos juntos, niños y adultos, tenemos una gran misión que cumplir... ¡Salvar al planeta Tierra!
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