Los reyes magos, como cada año, enviaban representantes plenipotenciarios a la Alameda Central de la Ciudad de México para recibir las peticiones de los niños, quienes, bajo solemne juramento de buena conducta, presentaban pliegos petitorios más largos aún que los de cualquier sindicato que se respete.
Dentro de la confusión de las multitudes, -siempre las hay, nos lo advirtió Monsiváis-, los reyes magos se congelaron al conocer la solicitud de Etziquio, un niño de nueve años, de clase media, que estudiaba el cuarto año en una primaria, un niño de la Colonia del Valle.
Etziquio Martínez no pedía juguetes. Se presentó ante Melchor, espetándole, con voz firme, mirada fija, mandíbula rígida: “yo quiero recuperar la dignidad que me robaron los que me han precedido. Exijo, pues lo merezco, una ciudad limpia, en la que pueda respirar sin temor a adquirir enfermedades insólitas; una ciudad en la que pueda estudiar tranquilamente, sabiendo que nadie acuchillará a mi madre al regreso del mercado para robarle el brazalete de bisutería que le regaló papá en su aniversario; una ciudad en la que los funcionarios cumplan y que al corrupto se le confine en prisiones atroces”.
“Protesto airadamente –continuó Etziquio- por el fétido futuro que me están preparando mis mayores, quienes impunemente arrojan sus desperdicios a la calle –excreciones incluidas-, preparando un festín de asquerosidades en detrimento del mañana. Exijo, además, normas de aplicación estricta para detener el vergonzante desperdicio de agua que todos realizan o consienten, desgraciándome el futuro, pues la sequía significará violencia y codicia generalizadas”.
“También demando, en nombre de mis compañeros de escuela y de edad, educación para todos, no solo para los que tenemos alguna posibilidad económica, por mínima que esta sea. Que se estimule la difusión cultural, y se vilipendie a los malnacidos que manipulan nuestra superación”.
“Quiero que me concedan la oportunidad de dar un ultimátum a todos aquellos que abusan de la ya deteriorada infraestructura citadina, y con desorden, corrupción y avaricia, impiden el mejoramiento de la vialidad, el transporte y la planeación urbana. Finalmente, exijo a los capitalinos que saben leer, y no lo hacen, que tomen los libros como antídoto a la decadencia urbana, enriqueciendo la razón, para regresar a la cordura como tabla de salvación a mi porvenir”.
Así dijo a Melchor Etziquio Martínez, un niño de nueve años, de clase media, que estudiaba el cuarto año en una primaria de la Colonia del Valle.
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