En la cultura occidental, la religión y otros dogmas se han encargado de cultivar la idea de la espiritualidad a partir del sufrimiento, la culpa, la prohibición, lo severo y lo punitivo. Pareciera que para ser feliz hay que experimentar el sufrimiento, como una forma de redención para nuestros pecados.
Así es como la palabra “sacro” (sagrado) quedó relegada a lo sombrío y lo no gozoso. La beatitud es símbolo de pérdida de vitalidad y el disfrute es visto en función del sacrificio sin plenitud y bajo mucha austeridad. Nos hemos enfocado en la administración y acumulación de bienes materiales, pretendiendo así suplir esas carencias que tenemos porque hemos hecho superficiales los aspectos profundos. Nos volvemos agrios, habitamos la soledad y el dolor. En pocas palabras, nos desacralizamos.
Por eso, cuando la filosofía oriental o ancestral nos invita al encuentro integrativo del cuerpo y lo trascendente, nos cuesta muchísimo llegar a esa comprensión, y pasamos ese tránsito desde el dolor y la pérdida.
El permitirnos habitar lo sagrado desde el goce no debe ser nunca desde la represión, o la pérdida de la capacidad de maravillarnos.
Ese milagro que nos permite darle justo lugar al cuerpo, apreciar los aciertos y desaciertos, abrazar toda confrontación con nosotros mismos, es parte del aprendizaje y del camino hacia una felicidad más honesta.
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