Vaticano | 2025-05-07
La Iglesia, en sus más de dos mil años, ha vivido episodios complejos. Entre ellos, el de 1268 a 1271, quizás uno de los más insólitos. ¿Te imaginas un cónclave —el proceso de elegir al papa— que dure casi la mitad que un sexenio presidencial actual? Pues ocurrió, y marcó un antes y un después en la historia de la iglesia.
Todo comenzó tras la muerte del papa Clemente IV. Era noviembre de 1268. Los cardenales, reunidos en la ciudad de Viterbo, Italia, no lograban ponerse de acuerdo. Uno diría: "son hombres de fe, deberían entenderse". Pero la política también se sentaba en la mesa.
Había dos bandos bien marcados: franceses e italianos. Cada grupo empujaba a su propio candidato. Ninguno cedía. Y así, día tras día, semana tras semana. Pasaron meses. Luego, un año. Y luego otro.
Los habitantes de Viterbo, cansados de esa eterna espera, hicieron lo impensable: encerraron a los cardenales en el palacio episcopal. Literalmente, los dejaron bajo llave. ¿Resultado? Nada. La terquedad eclesiástica seguía firme.
Entonces, tomaron una medida aún más extrema: les quitaron el techo del recinto. Y por si eso fuera poco, les redujeron la dieta a pan, agua y vino. Una austeridad forzada.
Ya en 1271, con solo 16 cardenales aún en condiciones de votar, y con el ánimo desgastado, se optó por una salida inesperada: un "compromiso". Eligieron a un hombre que ni siquiera era cardenal. Se llamaba Tebaldo Visconti. Y al asumir, tomó el nombre de Gregorio X.
Apenas fue proclamado papa, Gregorio X entendió que algo tenía que cambiar. Promulgó la Constitución Ubi Periculum, que estableció las reglas del cónclave como las conocemos hoy: aislamiento total de los cardenales, nada de aclamaciones espontáneas, y sólo una vía válida para decidir: el voto secreto.
Esta normativa no solo resolvió las vacantes futuras con mayor agilidad, sino que también dotó de formalidad a uno de los procesos más simbólicos del Vaticano.
Si comparamos, los cónclaves actuales son breves. El de 2013, que eligió al papa Francisco, duró dos días. El de 2005, con Benedicto XVI, apenas un poco más. Incluso el de Juan Pablo II, en 1978, se resolvió en ocho votaciones.
Hoy, los cardenales escriben su voto en una boleta que inicia con la frase "Eligo in Summum Pontificem". Luego, uno a uno, en solemne procesión, la colocan en un cáliz sobre el altar. Se hace el conteo, y si nadie alcanza los dos tercios requeridos, se repite la jornada. Hasta que haya consenso.
La señal al mundo llega desde el techo de la Capilla Sixtina: humo negro, si no hay decisión; humo blanco, si el mundo tiene nuevo papa.
Ese cónclave de casi tres años fue un recordatorio de lo que ocurre cuando las decisiones se estancan por intereses políticos. Pero también fue el punto de partida para una institución que, con todo su peso histórico, aprendió a adaptarse.