Veracruz | 2021-10-24 | Alejandro Mier Uribe
La noche no podía lucir más resplandeciente. Todo estaba a punto, en su sitio ideal. La gente desbordando elegancia bailaba con gracia alrededor de todo el salón, mientras el grupo tocaba su repertorio más guapachoso. La procesión de aromas que desprendían los cientos de rosas que ataviaban las columnas y mesas, daban un encanto especial a las animadas conversaciones de los invitados; en el momento exacto, de acuerdo al religioso horario del programa, el maestro de ceremonias, con aquel tono y estilo de voz característico de su profesión, apuntaló:
–Queridas graduadas, apreciables maestros, distinguidos padres de familia, es para mí un orgullo presentar a ustedes a la alumna Diana Heredia Prado, quien por su excelente desempeño académico fue elegida representante de la generación 2007 – 2011 de la facultad de arquitectura, para dirigirnos un mensaje en nombre de sus compañeros. Dianita, si nos hace el favor...
Diana lanzó una conmovedora mirada a Cristina y Juan Carlos, sus padres, y comenzó el discurso más sentido jamás escuchado. En varias ocasiones tuvo que detenerse para controlar la emoción; lo mismo le pasaba al resto de los invitados y más de una graduada ya confundía sus lágrimas con las de sus madres. Los papás, en esa absurda pose de hacerse los fuertes, eran traicionados por transparentes gotas que tras años, quizá décadas, de estar prisioneras en sus almas, por fin veían la luz.
“Mi padre, continuó Diana, es simplemente increíble. Lo amo y admiro con todo el corazón. A pesar de que su trabajo por años lo ha obligado a viajar constantemente, jamás me faltó nada y siempre conté con el apoyo necesario para poder finalizar mis estudios... Papá, ¡eres un hombre ejemplar!” concluyó, y su voz se perdió detrás de la gran ovación que las graduadas dedicaron a todos sus padres.
Mientras Dianita hablaba, Cristina, su madre, conmovida hacía un recuento de su vida. Tenía treinta y tres años de casada con Juan Carlos y no le había ido tan mal. Pensaba que los constantes viajes de su esposo, quizá habían sido la válvula de escape que permitió mantener una relación llevadera. Muchas amigas habían acabado divorciadas y actualmente vivían en una situación económica muy precaria. O recordaba casos como el de su comadre Lupita que tenía años de dormir en camas separadas y sólo, muy de vez en vez, su esposo se metía en su alcoba. Lupita lo aceptaba porque sabía que la molestia no duraría más de cinco minutos. Ella se recostaba en posición fetal y fingía dormir mientras él la comenzaba a acariciar. Tenía más de un lustro de no saber lo que era un beso. Ni siquiera se atrevían a mirarse a los ojos. El sacrificio, a cambio de semanas de tranquilidad, valía la pena.
Sus cavilaciones fueron extinguidas por un vaso de brandy que cayó sobre su mano derramándose hasta alcanzar su hermoso vestido lila. Para nada fue una sorpresa. Era el tercero que Juan Carlos tiraba sobre la mesa. Para disimular la pena ante el resto de los invitados, Juan Carlos todavía tuvo la ocurrencia de gritar “¡Mesero, estos vasos están vivos, jajajaja!”, para después darle una palmada en la espalda a un caballero que ni siquiera conocía y que tuvo la mala suerte de que lo sentaran junto al incómodo borracho.
Cristina esperó el momento indicado y casi tuvo que rogarle a Juan Carlos para que se marcharan. Con la excusa de que iba al baño, fue a despedirse de Dianita para que no viera a su padre en ese estado.
Juan Carlos, aprovechó para tomarse un par de vasos que quedaban a medias en la mesa. Cristina tuvo que ayudarlo a ponerse de pie y prácticamente le sirvió de bastón hasta llegar al auto.
–Juan, déjame manejar, mira nada más en qué estado vienes...
– ¿Ya vas a empezar, mujer? ¡Chihuahua! Súbete y déjame en paz, lo único que quiero es llegar a casa y descansar.
Juan Carlos puso un disco de boleros para no escuchar las palabras tercas de su esposa y se internó en la ciudad; sin embargo, la ruta que tomó era totalmente contraria a la de su casa. Cristina se lo quería decir, pero en cuanto volteaba a verlo, Juan cantaba con más fuerza. “Dios me libre contrariarlo, pensó Cristina, a lo mejor es uno de sus atajos o algo así. Allá él. Asshhhh. Reprochó”.
Sin dudar ni un segundo, Juan Carlos siguió la trayectoria hasta llegar a una calle totalmente desconocida para ella. Pasando un tope, se enfiló hacia el garaje de una casa. Ahora sí de plano, Cristina se espantó. Estaba a punto de decirle que se había equivocado de casa cuando Juan Carlos oprimió el botón del control del auto y ¡el portón se abrió de par en par! Definitivamente algo extraño estaba pasando. A partir de ese momento, Cristina se quedó petrificada y aguardó para saber de qué se trataba todo esto. La casa era bella, mucho más que la suya. Con total indiferencia, Juan Carlos bajó del auto, puso su clave para desactivar el sistema de alarma, sacó unas llaves para abrir la puerta y se introdujo en la casa. Cristina estaba casi en shock “¡Qué diablos pasa, Dios mío! Se repetía”. Muy pronto lo sabría, pues cuando Juan Carlos encendió la luz, una terrorífica exposición de fotografías familiares se presentó ante sus ojos. Se quitó bruscamente las lágrimas de los ojos para ver, como quien aprecia una obra maestra, el bellísimo cuadro central. Maldijo la debilidad femenina en la que, en un momento tan lleno de odio e incertidumbre, sólo atinara a llorar.
–¿Amor, eres tú? –se escuchó la voz de una mujer, acaso unos cinco años menor que ella, que bajando las escaleras llegó a su encuentro.
En ese justo momento fue que Juan Carlos cayó en la cuenta de su gravísimo error. Primero observó a la mujer de la bata y después volteó a ver a Cristina y entonces comprendió que su fatídica borrachera hizo que llevara a Cristina a la casa equivocada. Sintiéndose perdido, derramó sobre la mesa su cuarto brandy de la noche y se llevó la mano al corazón esperando un paro cardíaco que simplemente no se presentó.
Cristina seguía absorta contemplando las fotos en la que Juan Carlos y la señora que estaba frente a ella posaban en la Torre Eiffel, rodeados de tres jovencitos; el más grandecito, era la viva imagen de Juan Carlos y casi una fotografía de su hijo Enrique, debían, incluso, ser de la misma edad. El cuadro central, ese del impresionante marco lleno de grecas idéntico al de su propia casa, resguardaba una imagen muy reciente tomada en un lujoso salón. Festejaban sus bodas de plata.
–¿Con quién vienes? ¿No me presentas a tu amiga?, –insistió la mujer sin quitar la mirada de encima de Cristina ni por un segundo.
Aterido de espanto, lo único que se le ocurrió a Juan Carlos fue sentarse en el comedor para no caer desfallecido. Después de contemplar una vez más a las mujeres que tal pareciera se quedaron congeladas estudiando cada detalle la una de la otra, desplomó la cabeza entre sus brazos.
–Tú debes ser Cristina, –rompió el embarazoso silencio la señora de la bata–. Yo soy Leonor.
–¿Cómo? Tú... ¿me conoces?, –titubeó Cristina.
–Bueno, Juan dice tu nombre una que otra noche, cuando se pasa de copas... No te ofendas, pero siempre imaginé que serías mucho más joven. Nunca entenderé a los hombres.
–Y ahora, ¿qué haremos?, –fue lo único que atinó a responder Cristina con un dejo de tristeza que lo invadió todo.
–Por lo pronto –musitó Leonor–, yo me voy a dormir. Si gustas, en el refrigerador hay un imán con el número del radio taxi. Con confianza, estás en tu cas... mmm, ¡Juan Carlos! ¡Por dios santo, atiende a la señora!
Seis meses después, Juan Carlos dejó sobre el buró de la cama de Leonor, un par de boletos de avión con destino a Acapulco. Los acompañaba una tarjeta en la que escribió con letra cursiva: “Te amo, JC.” Acto seguido, anudó su corbata y se apresuró para no llegar tarde a su cita. Le había prometido a Cristina que comerían con sus hijos en “La Estancia del Rey” para festejar el cumpleaños de Dianita.
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