Veracruz | 2021-03-07 | Alfonso Villalva
Si algo nos caracteriza a los mexicanos de manera homogénea, nos hace iguales independientemente de nuestro acento, etnia, posición económica, preferencia sexual, religiosa o política, seguramente en nuestra facilidad para prometer. En nuestra cultura, la promesa es una suerte de mentira permitida, una mentira light socialmente autorizada, como esas que dicen las señoras que se detestan, cuando chocan en una cena de gala y con una sonrisa falsa, como de Lucía Méndez en telecomedia, se dicen: que linda luces, chula, o que bien te sienta el magenta, Maribel, cuando ganas no les faltan de arrancarse el chongo de cuajo.
Prometer y cualquier cosa. Cuestión de una acción, un beneficio o un premio; por interés legítimo, la esperanza de un milagro, una expectativa calculada o por el simple deporte de prometer, o sea, a veces prometemos hasta por razones piadosas, para no herir los sentimientos de cualquier terrícola que comparta nuestro eufemismo enajenante –que esa es otra, es mejor mentir que llamar a las cosas por su nombre-. A fin de cuentas, las promesas no son punibles en nuestras latitudes, de alguna manera son una conducta esperada, una coartada para evitar el compromiso. Raro es quien no promete, y siempre tenemos, a pesar del incumplimiento, el recurso de prometer una vez más.
El marido o la esposa infiel, prometen que nunca traicionarán de nuevo el velo conyugal con la señorita de veinte años, o el instructor de tenis –no averiguo quién con quién traiciona, en estas épocas ya no se sabe-. Prometen con lágrimas de cocodrilo y toda la parafernalia de arrepentimiento tipo escena de Epigmenio Ibarra. Con frecuencia, el cónyuge le perdonará por razones de piedad, amor o simplemente beneficio financiero, sabiendo que lo más probable es que vuelva a ponerle como miura en San Fermín.
Quien tiene un acreedor resoplándole en la nuca, no se atreve a explicar su insolvencia, sino que promete que ahora si mañana, sabiendo de antemano que será imposible pagar. Hay quien hace ofertas imposibles al nuevo empleado para que éste ponga mayor empeño por lo menos al inicio de su trabajo, y el empleado promete, con cara de no lo dude usted, resultados superiores a su capacidad.
Más común es que al encuentro de dos amigos se hagan ofertas recíprocas para telefonearse con el fin de comer juntos o “hacer algo” –que en sí misma, la expresión es una belleza. - Ambos saben de ante mano que seguramente morirán sin haber sido protagonistas de ese “algo” que harían juntos.
El funcionario, ejecutivo o empresario que promete un futuro brillante, lucrativo y expedito a la joven de buen ver y curvas emocionantes, quien aun sospechando que es mentira porque su sobresaliente astucia le indica que una oferta de trabajo no se hace en un bar de Sanborns, acepta humillada con una remota expectativa de superación, y desde luego, dando a cambio la promesa a flor de labios que nunca le chantajeará.
Promesas y más promesas, que se aprovechan de la ignorancia del vecino, del colega, del subalterno. Siempre con la evidente necesidad de rendir cuentas y cumplir, atenerse a las consecuencias y permitirnos a los mexicanos seguir prometiendo diariamente y sin sobresaltos.
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