Luna llena

Veracruz | 2020-08-03 | Alfonso Villalva P.

Antes de tu día, la luna estaba llena. Radiante proyectaba las sombras de la noche –de la madrugada- que bajo su luz, humillaban la cabeza para dar paso a esa sensación de paz melancólica a la que podemos asirnos cada veintiocho días. Antes de tu día, como si ella también hubiese recordado que existes, que estás allí, que le faltabas. O quizá porque ella eres tú, o tú ella. Allí estaba, llena y pletórica, aunque yo a veces lo hubiese olvidado, aunque a veces hubiese negado tu existencia concreta, ya ves.

Antes de tu día, mucho antes, te volviste a presentar en mi destino, henchida de orgullo, radiante, multicolor. Con ese brillo en los ojos que solamente puede provenir de quien tiene el alma en su sitio, de quien ha cumplido a cabalidad con su deber tras parir, de quien ha regado más, pero mucho más, que tiempo, manías y frivolidad en estas tierras tan chocarreras, tan mágicas, tan prometedoras, tan nuestras.

Te presentaste, decía, en ese crisol alucinante que nos da un amanecer con aroma de la mar, el arrullo de las olas. Allí, precisamente, con tu desafiante mirada al horizonte, con la frente bien plantada hacia la eternidad, con la nariz levantada hacia el destino probable, o merecido, o ineludible, que ya solo Dios dirá. Allí te presentaste, en ese puerto de mis devociones, tan entrañable, tan ancestral.

Yo sí sé decir a partir de cuando, quizá desde siempre, quizá desde nunca. Sí sé decir que a partir de tus ojos penetrantes, tus movimientos graciosos provocados por el viento que sopla a tu favor; a partir del lienzo en tu regazo que quizá, sin haberlo planeado así, tiene madera de consolación, inspiración, redención; que nos asegura con sus pinceladas vacilantes que el día siempre romperá la noche generando una nueva oportunidad para honrarte, para amarte, para tomarte como emblema en el esfuerzo cotidiano de construir un mejor porvenir, para los nuestros, para los tuyos, para los míos, que somos los mismos, siempre a partir de ti, siempre con el origen claro, aunque a veces olvidado, ubicado en el fondo de tus entrañas.

Quisiera tener la claridad que exigen las circunstancias actuales y saber lo que se tiene que hacer o decir en estos casos. Lamento reconocerlo, pero no la tengo.

Quisiera haber podido arrebatarle a la luna ese mensaje tan patente, que parecía tan concreto, precisamente en esa madrugada, en esa noche antes de tu día. Quisiera tenerlo a flor de labios ahora que estoy frente a ti.

Pero no. Desgraciadamente, no. No tengo lo que me pides, lo que de manera airada me exiges, lo que necesitas, lo que quizá hasta te corresponde cada mañana que te levantas enarbolada en mi existencia. No. Lamento reconocerlo.

No existe una razón concreta, tangible, vaya, de esas tan materiales que, atribuyéndoles el adecuado valor y llenando el formato correspondiente, pueden ser objeto de un depósito en cuenta corriente. No. No existe nada de ello. Siento decepcionarte en esta ocasión si es que acaso es lo que precisabas para decidir entre extender tu mano franca o girar, con un golpe de viento en revés, ignorando mi cercana presencia, mi aliento, precisamente en éste tu día.

No lo tengo a pesar de haber vaciado mi equipaje que guarda mi exiguo patrimonio conformado por sueños, manías, coraje, obsesiones; por un puñado de atardeceres magníficos, una complicidad perenne con las estrellas, los olores entrañables de los sitios de mis recuerdos y mi obstinada manera de batirme con la vida. No lo tengo, te decía.

Antes de tu día, puse mi mirada en la luna y le pregunte de ti, por ti. Le pedí que me diera muestras concretas de que no eres un sueño, una ilusión, una quimera, quizá para intentar, acaso en vano, utilizar tu propia concreción para poder yo explicar, de una manera coherente, para hacer patente que sí existes, que has estado allí, que el hecho de haber tocado, engendrado, mi corazón es algo tan real como el hecho de cargar el destino en una apuesta a cara o cruz, en un lance que arriesga la vida por una convicción, por una idea como la de Dios, que no se ve, pero nos recuerda su presencia en cada golpe pulmonar de respiración, que nos hace saber, creer, que debajo de tu arcoíris tricolor, efectivamente hay un magnífico tesoro, que está hoy, que pervivirá a tu sepulcro.

Lamento reconocerlo. Fue inútil. No hay nada concreto. Solamente mi certeza de que creo en ti, en la gracia de tus movimientos, en la promesa que hace tu mirada inquieta, tu alma plantada en su sitio, tu vocación de madre mexicana, tu altiva presencia entre céfiros y trinos y el reflejo verde, blanco y rojo que en mi corazón genera acaso un motivo concreto para creer en lo improbable, para poner la cara al sol y entregar todo mi resto por un ideal, ese de la Nación que estamos por escribir, ese que parte de la alegoría de que darás a luz desde tu forma más mexicana y entrañable descrita por el Iztaccíhuatl, ese ideal que cuando nos quitemos la venda de los ojos nos lleve a agradecerte y jurar, y si fuese preciso, poner el pecho frente al destino y también por tu amor… vivir.

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