Veracruz | 2021-10-17 | Alejandro Mier Uribe
Derecha, izquierda; derecha, izquierda. Comenzar o terminar. Vida o muerte. Principio o fin.
Julián camina por la barda; el domingo tiene escasos minutos de haberse despertado y la brisa matinal reconforta. Demasiado para un hombre como él. Por su mente se pasean algunos recuerdos, a veces de joven, casi siempre de adulto.
Extrañamente no guarda ningún recuerdo de niño y prefiere no intentar oscultar demasiado su mente en ellos ya que en sus recuerdos de infancia él es un fantasma. Lo asfixia esta realidad y en verdad pierde el aire cuando Renato y Miguelito, sus primos, saltan para romper la piñata de su propio cumpleaños mientras él no se encuentra en la escena. ¡Los niños apagando las velas de su pastel y él no aparece! Un niño abraza a su madre que cariñosa le corresponde, le da la espalda y no lo puede ver. ¡Púdrete! Dame la cara si eres tan valiente.
Le entristece la idea de que su propia mente lo margine de sus recuerdos de infancia.
Derecha, izquierda; derecha, izquierda. ¿Cómo llegó hasta aquí? Nada tiene que ver el hecho de sus tres matrimonios rotos, (¡ba, mujeres!), ni los seis hijos a cuestas, dos de ellos sin siquiera conocerlos. ¿Cómo es que se llama el último?
Sus problemas no son económicos. Ninguna mujer le exigía o reclamaba nada.
Mejor sería haber terminado en la cárcel, perdido en el alcohol o simplemente con una muerte violenta. Pero no, la vida no le dio ni siquiera ese gusto.
El viento ahora es más frío, no podía ser de otra manera en una ocasión como esta. Se introduce por debajo de su pantalón de mezclilla. El Levi´s querido. Ese compañero que si aguantó ver que no pasaba nada, que no existían angustias, ni mayores dramas que llorar.
Una paloma se para en su territorio, justo delante de él, obligándolo a bajar la vista. Como no caben ambos en la estrecha barda, el ave se arroja al vacío. Julián la pierde de vista al rebasar el tercer piso.
Su pelo y barba forman una misma maraña que de alguna manera lo protegen en las incontables noches que pasa en aquel cuartucho. No le importa vivir así porque ni él le pide nada a la vida, ni la vida le otorga nada. Es un trato callado, una tregua tirada al olvido durante treinta y nueve años.
Al dar un nuevo paso, se molesta porque se tropieza y casi cae, a su lado izquierdo. Ese que lo hubiera obligado a volver a las horas, minutos y segundos del trabajo donde nadie exige y a lo único que hay que temer es al reloj marcando las dos de la tarde del sábado. Principio de un fin de semana con el que “ya no sé qué hacer”.
Con pena. Julián reclama: Dios sí está conmigo. Lo sé porque me ha hecho la muerte imposible. No me deja ir, soy su burla. La prueba está en que yo si fumo para morir y más de una vez, muy de noche, cuando sólo me queda un fósforo para encender otro cigarrillo que concluya de rasgar mi pecho, llega Él con su aliento y de un soplido lo apaga.
Luz o sombra; derecha, izquierda.
“¡No lo hagas! ¡Por favor no te avientes!” Grita una pareja que se han parado a observarme.
Qué ridículo, ¿Acaso creen que voy a bajar a abrazarlos? ¿A llorar en sus hombros y platicarles lo patético que soy? Si, como no. ¡”Váyanse al carajo”!, les grita mi disimulo.
Derecha, izquierda. Frío o calor. ¡Allá voy!
Al arrojarme, siento una gran alegría, una tremenda libertad.
Por fin pasa algo en mi vida. Yo sé que ni mis hijos, ni mis esposas vendrán a mi funeral. Tampoco quiero, ni eso ni causar molestias al resto de mi familia. Por favor: no flores, no palabrerías, no llanto.
El vuelo es lo más extraordinario que puede haber. Cada vez estoy más cerca del asfalto. Abro los brazos a mi nueva muerte. Pero, no puede ser. ¿Qué pasa? ¡Ahí está otra vez Dios! Ahora sí que voy a llorar ¿Qué quieres? ¡Ni lo pienses! ¡Deja en paz mi reloj! Esa es la alarma… ¡No presiones ese botón!
La música del despertador toca para anunciarme que me he vuelto a quedar dormido en mi trabajo y que ya son las dos de la tarde, de un largo sabadomingo.
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