Inocencia

Andares

Veracruz | 2020-04-19 | Alejandro Mier Uribe

Manolito caminaba rumbo a la habitación de su abuelo cuando escuchó a su hermana y a su madre conversando en la recámara contigua. Paola lloraba y la señora Durán, más tranquila, persistía en consolarla. Manolito guardó sus canicas en el bolsillo de los pantalones cortos para que no hicieran ruido y acercándose a la puerta, pegó el oído para escuchar mejor.

–Madre, madre… lo mejor será cerrar de una buena vez esta llave, –suplicó colocando su mano sobre la manija del oxígeno–, así ya no sufrirá. El abuelo merece descanso. ¡Hagámoslo!

Manolito, alejándose unos pasos de la puerta, se sentó en el pasillo. Desde ahí podía oír los quejidos del abuelo y evitar las palabras y el llanto de su hermana.

En la habitación, la plática continuaba:

–Calma, hija. No pienses así. Suelta esa llave, anda. Nadie puede quitarle el derecho a luchar por su vida. Que sea lo que Dios diga.

–Pero, madre, –interrumpió–, ¡Dios lo ha tenido como vegetal dos años!  Seguramente se olvidó de él.

Muy triste y solo, Manolito estuvo un rato recordando los momentos felices que pasó con su viejo que tanto amaba y después, pensando en las palabras de su hermana, hasta que se quedó dormido ahí sentado, ocultando la cabeza entre sus propios brazos.

Al abrir los ojos notó que ya había oscurecido. Se puso de pie y al penetrar en la habitación, entre la penumbra, localizó la mirada del abuelo, cansada, fría, siempre perdida. Al tomarlo de la mano, una vez más sintió el miedo que le provocaba el grave quejido que salía de su pecho cuando se le descomponía la respiración. Sin soltarlo, se estiró por encima de la cama para alcanzar la perilla del oxígeno y tras un pequeño esfuerzo, abrazó la llave con la palma de su mano y a pesar de que las yemas de sus dedos quedaban flotando en el aire sin poder sujetarla, pudo girarla hasta cerrarla por completo.

Se sintió tranquilo. El burbujeo del oxígeno había quedado en silencio.

–Mañana estarás bien, abuelo. Lo sabemos. Besó su mejilla y salió de la habitación. El ánimo le había mejorado, así es que sacó sus canicas para echarse un jueguito.

–No me lo explico, oficial. Ayer, antes de irme a la cama, como cada noche, fui a cerciorarme que todo estuviera bien. No había nada extraño, –explicaba desconsolada la señora Durán al policía, sin siquiera tenderlo ella misma.

En el sillón de enfrente, angustiada, lloraba Paola, intentando encontrar un momento a solas para hablar con su madre, pero ésta la evadía.

Manolito también sollozaba, pero de desesperación ya que no comprendía nada: el abuelo muerto, la marcada frialdad de su madre para con Paola, los policías. Era demasiado para él.

–Señora, debe acompañarnos, dijo, el oficial. Comprendo su pena, pero usted tiene que entender que aquí hubo un homicidio, y al ser usted la única heredera de las propiedades y los valores del difunto, la convierten en la principal sospechosa, por lo menos hasta que la investigación demuestre lo contrario.

Paola quiso gritar: ¡No se la lleven! ¡No se la lleven! Pero la voz no le salió.

Manolito corrió hacia ella aferrándose a su cuello.

La señora Durán lo consoló un momento, luego tomó su bolso y, sujetada del brazo por el oficial, se encaminaron a la puerta de salida. Al pasar junto a Paola, se dirigió por primera vez a ella, pero solo con el pensamiento. Sus ojos irradiaban una extraña mezcla entre compasión, tristeza e ira: “¿Cómo pudiste hacerlo, hija mía? ¡Cómo!”

A la mañana siguiente, la señora Durán se abrazaba a sí misma para procurarse calor ya que la pocilga en la que la mantenían encerrada, era muy fría y húmeda.

El golpe seco del cerrojo contra la reja la hizo sobresaltarse, sin embargo, más helada quedó al percatarse de que frente a ella se encontraba el investigador y esposada por las muñecas, traía a Paola.

–¡Hija! ¡Qué es esto! ¡Qué pasa aquí, oficial! ¡Le exijo que me lo explique!

–Es muy sencillo, señora Durán. Queda usted libre. Aquí tiene usted a la única culpable de la muerte de su padre…

–¡Yo no lo hice, madre! ¡Te juro que yo no maté al abuelo! –Interrumpió desesperada Paola–, ¡Tienes que creerme! ¡Ayúdame, te lo suplico!

El detective continuó:

–El perito encontró sus huellas en la perilla del oxígeno. No cabe duda de que su hija fue quien cerró esa llave.

El oficial tomó del brazo a la señora Durán y la sacó de la celda.

–En marcha, –ordenó–, usted ya no tiene nada que hacer aquí.

Mientras caminaban por el pasillo, se alcanzaban a escuchar los punzantes quejidos de Paola. “¿Cómo pudiste hacerlo, hija mía? ¿Cómo…?” –Se preguntaba la señora Durán.

Paola se sentó en la plancha de cemento que servía como cama y tras un largo y entrecortado suspiro, una prostituta que la observaba desde el fondo, le dijo: –claro, seguramente vas a salir con que eres inocente. Más vale que te inventes otro cuento linda, porque ese ya está muy trillado aquí.

Por lo regular, Manolito tenía muy buen tino con las canicas, pero hoy no; y es que sus ojos no dejaban de escurrir lágrimas, ¿y cómo no iba a ser así, si inexplicablemente el abuelo había muerto, su madre deambulaba por la casa como un fantasma y su única compañera, la que lo procuraba y le aconsejaba lo que debía hacer, estaba en la cárcel?

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