Eres tú, Chaval

Veracruz | 2021-06-27 | Alfonso Villalva P.

Han pasado casi veinte cinco años desde la primera vez que te vi. Desde que te conocí, en ese instante improbable en el que tu mirada se trabó con la mía dentro de esas mismas latitudes en las que, increíblemente, te volví a ver hoy, aunque ya no en persona, como antes, como fue.

Aquella vez era una tarde calurosa en Tapachula. En el mismísimo punto de partida de la porción mexicana de tu trayecto infernal -hoy no pude descifrar si estabas en Chiapas, Oaxaca, Tabasco o Veracruz-. Sí, el mismo trayecto, decía, que sigues realizando, interminablemente, hasta ahora, hasta siempre.

Tus ojos delataban –antes y ahora- el miedo que probablemente se habrá convertido en una constante de tu existencia, al mismo tiempo que la dureza de tu determinación por asumir con abdomen rígido, y entereza escalofriante, el destino probable al que te había escupido la pobreza, la violencia, la orfandad, la injusticia, la marginación de esa zona austral de Mesoamérica que sigue teniendo esos elementos como común denominador.

Es verdad. Me parece increíble encontrarte después de tantos años, a ti, al mismo niño de siempre, y me avergüenza, te he de confesar, encontrarte una vez más en la misma y exacta condición. Saber que sigues allí, indefenso, asustado; abandonado por quienes muy occidentalizados y haciendo caso omiso a tu condición, pudimos, pero no quisimos, intervenir, comprometernos, trabajar solidarios contigo…

Sí. Estoy seguro que eres la misma persona. El mismito. Nada cambió. Han pasado los lustros pero puedo apreciar que ni los rayos del sol inclemente de las montañas del sur, ni la exposición abrasiva al polvo del trajín y al frío de la noche, parecen haber alterado los rasgos infantiles de tu rostro grueso, enjuto y moreno. Eres igual, con esa misma carita inocente de niño cuyo hogar original pudiera ser Tegucigalpa, San Pedro Sula, Managua, Comitán, Guatemala, en fin.

Igual que antes. En pleno trayecto. ¡Al abordaje, carajo! y ¡Sálvese quien pueda! Encaramado por encima de esos vagones del averno que cómodamente se han vuelto invisibles para quienes tenemos techo, comida caliente y algo más de posesiones que una muda de ropa, un puñado de dólares y un salvoconducto para huir de un infierno a otro, aunque enmascarado de esperanza. Invisibles, para una sociedad que ha preferido cortarte del discurso oficial para evitar las preguntas impertinentes, para no reconocerte como una mala compañía, para no tener que asumir la farragosa tarea de rescatarte, vigilar tu dignidad, segregar a todos los grupos que lucran con tu desgracia.

Montado, junto con cientos de personas, rutinariamente, sobre esos vagones insultantemente llamados en colectivo como la Bestia, que en su vientre transportan, de ida y vuelta, nuestra vergüenza, nuestra macabra afrenta imperdonable de mantener tu desgracia por siempre, desde siempre, con un desdén procaz hacia tu propia existencia y un cinismo aberrante a la hora de convertirte en una moneda políticamente rentable, en una moda de baños de pureza vertidos en sociedad, en una asignación audaz de las culpas.

Como decía, esta vez no te vi en persona. Miré de nueva cuenta la imagen en el ordenador que más bien parecía una toma aérea, quizá solamente desde un punto más alto de tu posición, aunque la gráfica, en la que se podía ver con perspectiva de profundidad la longitud del tren que jala la máquina del terror, multiplicaba la misma mirada, la tuya, en pares de ojos desorbitados que reflejaban el apremio de la incertidumbre. Sí, eres tú, Chaval. Todos son tú.

Encaramado, decía, encima del vehículo que pone tu vida a merced de autoridades corruptas, pandillas transnacionales con reclutas en México y Centro América, pero cuyos vínculos se extienden hasta el Este de Los Ángeles, California, el sur de Arizona; de gavillas de mercaderes de inmigrantes que te venden y revenden como mercancía, ya sea a los polleros infames de siempre, ya sea a las bandas que se acribillan en la distribución de narcóticos ilegales, ya sea a los negociantes de la explotación sexual infantil.

Eres tú, chaval. El mismo, el de siempre. Tu mirada era la misma de todos y cada uno de los días de estos veinticinco años que han pasado desde que te conocí por vez primera. Te vi, chaval, una vez más, y sentí el arqueo del diafragma. Sentí ese apremio que confirma que tu vida devastada y perdida, es la misma que la mía, la nuestra, la de todos. Que tus infiernos, todos, los de ayer, hoy y mañana, de seguir así, serán, inexorablemente los nuestros, y viceversa…

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