Veracruz | 2022-01-23 | Alejandro Mier Uribe
Cuando Leonardo Da Vinci me concedió esta entrevista supe que era la oportunidad más grande que la vida había puesto frente a mí. ¿Se imaginan estar cara a cara con el gran genio? Cuántas preguntas por hacer. Qué maravillosos descubrimientos por escuchar. No me importaba siquiera sacar algún provecho adicional de ello. Para mí, la fama no era un dulce apetecible que pretendiera cambiar por mi feliz anonimato. Lo único que deseaba era simplemente vivir en persona al maestro.
Leonardo nació en la aldea toscana de Verdi, un sábado, a las 3 de la mañana, del día 15 de abril de 1452. Los vecinos murmuraban que su madre no pudo amamantar al niño y que para ello se empleó una cabra.
Le sugerí que lo vería en el campo. Me pareció un buen sitio ya que era sabido que durante sus primeros años, en lugar de jugar con los niños, en cuanto se daba la oportunidad, escapaba a la montaña. Los pastores lo veían siempre abstraído, mirando a un mismo punto sin parpadear. Nació para ser libre y su mayor fuerza la centraba en su mente, en la meditación y en la ejecución de sus ideas a través de su ingenio.
Ahí estaba, sentado y disfrutando con toda calma una manzana.
–Nunca come carne, ¿verdad maestro? –Le dije acercándome a él.
–Jamás. –Respondió Leonardo e hizo un apunte en su libreta.
–¿Por qué escribe con la mano izquierda, si es ambidiestro?
–La prefiero, además –dijo con una gran sonrisa–, mire que encantadores cosas se pueden anotar.
–Usted disculpe, pero… ¡No se entiende nada!
–¡Exacto!, prosiguió feliz –ahora, fíjese bien. Acercó un espejo a su libreta y entonces pude leer… –¿lo ve?, preguntó, –escribo en forma invertida y hacia la izquierda, así protejo mis ideas, ¿no lo cree?
–Muy ingenioso, amigo.
–Lo sé. Lo aprendí en Florencia. Verá, como usted sabe, Paolo del Puzzo Toscannelli fue el hombre más sabio de la región; yo estuve cuatro largos años bajo su tutela y aunque aún era muy joven, estoy convencido que Cristóbal Colón jamás hubiera podido llegar a las indias de no haber sido por las cartas marítimas que Paolo le proporcionó. Con él aprendí a leer las estrellas, a fundir metales y leí libros que jamás imaginé incluso que existieran; por si eso no bastara, Paolo también me familiarizó con las ciencias, incluyendo las más negras. Como comprenderá, mi escritura invertida me ha sido de gran utilidad.
Después hubo un instante de silencio. Yo quería seguir con mi interrogatorio pero por otro lado me parecía un pecado sacarlo de sus cavilaciones. Da Vinci se puso de pié y observando el horizonte, continuó su relato:
–Después, en el taller de Verrocchio pase diez años aprendiendo dibujo y pintura. Los hermanos Pallaivoli y Botticelli fueron mis compañeros. Pinté acuarelas para el Rey de Portugal y algún otro cartón que debió haber sido adquirido por la familia de los Médicis. Nada que me satisfaciera en realidad, hasta que en 1475 terminé “La virgen del clavel“. Por primera vez, sentí que una pintura adquiría fuerza y volumen real. Fue como un despertar.
Leonardo se retiró unos cuantos pasos más y nuevamente quedó en silencio. En mi mente no cabía como un solo hombre podía inventar tantas cosas y tan diversas: fabulosas obras hidráulicas que muchos siglos después seguirían maravillando a los especialistas; maquinas voladoras que de haber contado con un motor, bien podrían haberse desplazado por el cielo; en el renglón de la música, sin olvidar que sabía cantar, tocaba varios instrumentos y componía letras, la lira de Leonardo, fue el instrumento que inspiró a Gasparo de Salo para inventar el violín. El genio Da Vinci diseñó un timbal de percusión, un badajo para tocar las campanas, una zafonía y la viola, la cual fue adoptada por los mendigos de la época.
Leonardo diseñó baños para los duques que constituyen un prodigio hidráulico; planeó un edificio impresionante para Francisco I y aunque nunca se construyó, la mayoría de las novedades que inventó el florentino se añadirían al Palacio de Versalles, tres siglos más tarde. Proyectó la construcción de villas, aparatos para destilar molinos de viento y prensas tipográficas; inventó lentes y gafas y con ese estudio anticipó conceptos de la fotografía. Leonardo también fue uno de los mayores ingenieros bélicos que ha conocido la historia; creó los tanques que comenzaron a utilizarse en la primera guerra mundial, inventó el traje de buzo y le agregó un taladro de su creación para perforar las embarcaciones enemigas.
–Maestro, –le dije aproximándome a él, – ¿cómo? ¿Cómo es que se puede crear tantas maravillas? ¿Cuál es su secreto? ¡Dígamelo! –Imploré.
–Todo está allí –dijo señalando al frente, – ¿lo ves?
A partir de ahí, Da Vinci prosiguió con una especie de monólogo en el que constantemente repetía “se debería…” o “se toma…” como si todo estuviera solucionado en la naturaleza y sólo faltara elegir sus ingredientes, mezclarlos y ¡listo!
Desesperado, lo interrumpí: – ¿podría ser un poquito más explícito?
–Claro. ¿Ves cómo las alas del águila, al batirse contra el aire, hacen que la pesada ave se mantenga sobre el aire? ¿Ves cómo el aire marino puede impulsar un gran barco, al chocar contra sus velas? –Al hablar, se llenaba de júbilo–, esas razones evidencian que el hombre logrará someter al aire y elevarse sobre él cuando sea capaz de construir unas grandes alas que venzan la resistencia que opone al aire. Ahí está.
Ante su claridad de pensamiento me sentí pequeño y preferí centrar mis preguntas sobre un tema más tangible.
–Maestro, volviendo a su obra, los críticos consideran a “La dama con armiño” uno de los retratos más hermosos de la pintura universal, pero ¿qué me dice de “La última cena“?
Da Vinci frunció el ceño. Sabía que la crítica la tenía catalogada como una de las cinco pinturas más famosas del mundo y que elogiaba la magia de que el punto de fuga coincidía con el ojo del espectador, introduciéndolo en la pintura para no perder un sólo detalle; pero también señalaba que Leonardo le infundió tal belleza a Santiago el mayor y a su hermano que al representar a Cristo no pudo elevar el grado de belleza sublime que era de desear. Leonardo lo sabía y por ello, su lucha permanente por alcanzar la perfección, le hacía odiar y amar la pintura.
–Tardé tres años en realizarla; finalmente contestó, –y mi gusto mayor es reflejar el momento tan inquietante en el que Jesús pronunció: “uno de vosotros me traicionará”.
Me sentí intranquilo. Da Vinci era un iniciado, un hombre que respetaba la felicidad de los demás antes que la suya; y ahora tenía que hacerle un par de preguntas incómodas.
–Mi señor, se habla de una rivalidad con Miguel Ángel…
–¡Oh, no es así! Miguel Ángel acababa de terminar su colosal estatua de David y tan sólo contaba con 29 años; yo ya era un viejo, tenía 50 años y nuestros estilos tan diferentes. La gente decía que lo único comparable con el David era la estatua del caballo que realice en Milán, por eso hablan de una rivalidad que en realidad no existió.
Me quedaba claro que poco les diferenciaba a estos dos titanes del arte pero que Leonardo poseía una mente más abierta a todos los conocimientos y ofrecía un mayor sentido de lo universal, motivo por el cual, más adelante, los franceses y luego los ingleses le otorgarían la cualidad de “genio en casi todas las disciplinas del pensamiento y la imaginación”.
Leonardo no se cansaba de afirmar: “La pintura es una poesía que se ve” una frase que se convirtió en axioma al finalizar “La Gioconda”, el cual más adelante sería considerado el mejor cuadro del museo de Louvre y un siglo después, alguien identificaría a la modelo como Mona Lisa del Giocondo. Esta pintura marcó un techo insuperable y sería fuente de inspiración para otros pintores famosos como Velázquez, Goya, Rafael y el propio Miguel Ángel.
–Maestro, usted está calificado como el mejor dibujante de nuestros tiempos (y acaso de todos los tiempos); prueba de ello es su “estudio de las proporciones del cuerpo humano” aunque sus técnicas no son necesariamente bien vistas…
–Imagínate, –interrumpió Da Vinci divertido, –el mismo Papa me prohibió seguir con esa “labor indigna de robar cadáveres”.
–Sin embargo, –agregué, –gracias al estudio de estos cadáveres, pudo describir las funciones del organismo humano y sus investigaciones y dibujos fueron tan exactos que con ellos nace la anatomía.
–En verdad me molestó que me criticaran. Dijo Da Vinci alzando la vista; nuevamente empezó a hablar como si lo hiciera para sí mismo y un tanto enfadado, continuó: –porque si en verdad amas esto, la repugnancia de tu estómago tal vez te impida trabajar con cuerpos inertes; y si no te lo imposibilita, te dé miedo pasar las noches entre muertos descuartizados: si no te sobrepones a ello, carecerás de la técnica del dibujo; y de la perspectiva; y de la demostración geométrica; y el cálculo de las fuerzas y procederes de los músculos; si superas todo lo anterior, te faltará paciencia y no serás diligente”. Si yo poseo, o no, todas estas cosas, –concluyó el sabio–, lo han de decir los 120 libros que he compuesto.
En esa época, la anatomía ni siquiera se estudiaba en las universidades de medicina.
Cuando Leonardo me tomó del brazo y comenzamos a caminar, supe que mi tiempo de entrevista había concluido. Se lo agradecí estrechando su mano fraternalmente. Ambos sabíamos que aún quedaba una pregunta por hacer; también los dos asumimos que aunque le cuestionara cómo es que la vida no había sido capaz de compensar sus aportaciones a la humanidad dándole el amor de una mujer, quizá la incógnita debería ser si en verdad lo llegó a necesitar.
Pocos meses después, el mayor obrero de la inteligencia que ha conocido el ser humano, murió; fue un 2 de mayo de 1529.
Volví solo a la misma colina pensando en que los que amamos el arte no deberíamos ser tan exigentes con Leonardo; realizó pocas pinturas y menos esculturas, es cierto; sin embargo, se entregó a una investigación científica de un valor incalculable y nos dejó la sensación de encontrarnos ante un titán del pensamiento, frente a una intuición que lo percibía todo y a una mente tan brillante que nunca dejará de deslumbrar a quienes empiezan a conocer su apasionante biografía.
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