Veracruz | 2020-11-27 | Alfonso Villalva
A la Profesora y al Doctor; sin ellos no habría nada.
En el banco, en el aeropuerto, el expendio de pan o la oficina de recaudación municipal. En el kiosco de venta de periódico o de boletos para un concierto. En los pasaportes, la oficialía de partes o la peluquería. En el salón de clases entre alumnos, con el maestro.
Sí. Allí, omnipresente está el fantasma de los tres minutos de placer que otorga el poder sobre otro individuo que en ese momento no es nadie, no es nada, si la voluntad del guardia, custodio, oficial, vendedor, servidor público o administrador que tiene en sus manos una porción tangible de su destino, patrimonio, o salud mental.
-Uy joven, no se va a poder... Pero, verá usted, no es un tema mío (vaya usted a creer), es un tema de protocolos y procedimientos a los que nuestra integridad nos obliga a permanecer apegados... -traducción: ya se jodió y me importa lo mismo que el precio de un pimiento en el mercado sobre ruedas-.
Una de las constantes manifestaciones en la conducta humana es el regodeo particular cuando le toca a un determinado individuo poseer esos proverbiales y sabrosos tres minutos de poder, en los que puede, de manera absoluta y descarada, evidenciar a cualquiera que esté frente a sí, que es tan esencial en ese momento de la vida, por tres minutos, que merece la pena incluso encajar una caravana, una reverencia, un acto circense de complacencia.
La oportunidad se genera en múltiples circunstancias y en la mayoría de las culturas del planeta. Es una de esas coyunturas de la vida de las personas que generan, imagino yo, una suerte de anécdota familiar que se repetirá indefectiblemente por años y años, en comidas de domingos, en los desayunos familiares de los festejos sosos del día de la madre, el padre y hasta los inefables valentines.
Piensa por un momento la última vez que sacaste tu pasaporte, o que llegaste rayando al banco para cambiar un cheque y hacer un pago el día de su vencimiento. O que me dices del individuo que se queda a la mitad del paso en el semáforo a sabiendas que estorbará y creará un nudo vehicular. El del sello de migración -es impresentable-, el del filtro de seguridad que trabaja más lento a medida que le explicas que perderás el avión.
Siempre hay niveles y proporciones, y esos tres minutos de pronto se vuelven periodos legislativos, trienios municipales, sexenios en su figura máxima. Están los de los hospitales y las salas funerarias.
Por aquí no pasas, y más allá de que el hecho mismo de limitarte, obstaculizarte o retrasarte no reporte en apariencia utilidad alguna o beneficio particular al sujeto que oficia desemidios terrenal en esa particular coyuntura, lo hace por el placer de ser, por la malsana satisfacción de sentir importancia y de poder alterar el rumbo de tu destino.
Claro que no le da nada, excepto ese placer enfermizo de tomar revancha por todas aquellas veces que alguien le dijo que no, de extasiarse al saberse indispensable, de verte a ti la cara de frustración, en esos 3 de poder. Vaya, por el puritito placer de joder.
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