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Eclipse

2021-02-21 | 08:14 a.m.
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“Padre nuestro que estás en el cielo santificado sea tu nombre. Dios, padre mío, nunca podré terminar de agradecerte el que me hayas puesto en el mismo sendero que a Celeste. Es el milagro más grande con que se puede bendecir a un ser. Gracias mi Señor. Amén”.

La voz provenía del cuarto del fondo donde se encontraban los dormitorios de la servidumbre. La noche poseía el espacio, sin embargo, la luna llena de octubre pintaba en matices blanquiazules dos toscas manos con los dedos entrelazados y las uñas atascadas de tierra, pegadas al rostro curtido de profundos surcos. Era Jacinto, el jardinero.

Muy de mañana, de dos costales, Jacinto tomó abono especial para enverdecer el pasto seco y otro puño para ayudar a “florecer las flores”. Comenzó a trabajar siguiendo la larga barda que colindaba con la calle. Al pasar por una de las puertas observó que el patrón abordaba su Cadillac. El chofer colocó la maleta en la cajuela, lo cual indicaba que el Sr. Scott nuevamente estaría ausente varios días. Acto seguido, Jacinto vio cómo se iba haciendo pequeña la placa que decía “Diplomático”, y feliz siguió rociando los alcatraces.

De abuelos ingleses por parte de su madre y españoles de padre, Celeste, la esposa del Sr. Scott, vivió su educación en internados privados y con tutores personalizados; desde niña practicó patinaje artístico sobre hielo y su institutriz le impartía clases de etiqueta. Jacinto conocía perfectamente la rutina de la solitaria Celeste. Se levantaba a las nueve por lo que cerca de las diez, a través de la ventana de su habitación, podía deleitarse en el suculento ritual de observar cómo se arreglaba.

Intentando confortar su abandono, al medio día, gustaba preparar algún postre, por lo que Jacinto tenía oportunidad de verla un poco más de cerca, y darle los buenos días a sus ojos tristes.

A la una de la tarde, Jacinto terminó de revisar cada parte del jardín y puntual, se colocó debajo de la terraza principal a esperar que Celeste saliera a tomar el té en la mesita que daba a los rosales, sus flores predilectas. Desde ese estudiado ángulo, en lo que removía la tierra y retiraba las hojas muertas, Jacinto de vez en vez alcanzaba a intercambiar un par de palabras con la señora, y cuando se descuidaba, miraba sus largas y misteriosas piernas, pidiendo al cielo que las cruzara de nuevo para poder apreciar más allá, hasta las entrañas de la falda. Mientras tanto, pensaba: “¡Dios, hay ocasiones que quisiera arrancar todas las rosas porque su fragancia me impide gozar de ese aroma carnal, tan natural, que emana de su piel!”. Recordaba como el día más glorioso de su vida, aquella ocasión en la que, al cortar una raíz que se resistía, sufrió una violenta rajada en la mano y Celeste le aplicó primeros auxilios. Inverosímil, al sentir el calor abrasador de su mano, el corazón palpitaba frenético como los tambores de sus antepasados. Claro que su realidad no alcanzaba a ver que aquel ensangrentado, arrugado y ennegrecido dedo índice, sobre la mano de nieve de Celeste, daba la impresión de ser el dedo de un gorila posando sobre la palma de una niña, si acaso de doce años.

Por la tarde, Jacinto se recuesta en el piso de su cuarto; está exhausto, pero antes de que el cansancio termine por dormirlo, reza: “Padre mío, me has iluminado. Por fin he comprendido la misión que me has encomendado. Perdóname por ser tan ciego. Yo la cuidaré. Jamás nadie ni nada osará dañarla. Bendícela, ¡oh padre mío! ¡Yo velaré por ella!”.

Derrumbado, en posición fetal, percibe aún a Celeste; y es que minutos antes, ella pasó a su lado y más allá de parecer una virgen que tras su andar va destilando pétalos de otoño, la fuerza de su aroma lo alcanzó y fue suficiente para que Jacinto no resistiera y con prontitud huyera al refugio de su cuarto con el deseo incontenible de masturbarse; sin embargo, para cuando logra bajar el pantalón, es tarde; su cuerpo tiembla agotado, frágil, ya sin fuerza, liberado de toda presión por lo menos durante unas horas. Reza. Duerme.

Hoy es jueves 29 de octubre, un día muy especial porque toca arreglar las jardineras de las habitaciones. Antes de hacerlo, Jacinto se hinca ante su altar:

“Padre. Tú sabes que me he sometido a su cuidado, pero... ¿por qué no puede ser mía?” De su morral, saca las varas de un grueso rosal y comienza a flagelarse. Las filosas espinas sangran su espalda, y grita con extrema pasión retumbando el horizonte: “¡¿Acaso soy inferior a ella?! ¡Responde Dios!”

No tarda mucho en regar las plantas del cuarto de visitas; tiene el tiempo perfectamente medido y no falla. Al salir, desde el pasillo puede verla tras la puerta entreabierta. Celeste acaba de tomar su baño de tina. Los rizos mojados escurren gotas que se funden en la constelación de pecas de su espalda. Por intermitentes, angustiantes, insoportables segundos se pasea con una blanca toalla que nace en su pecho y se extingue justo donde un prodigio encarna dos abultados y tersos muslos. De pronto, la tela cae. El tiempo parece detenerse mientras la prenda de baño se contonea en el aire, con un vaivén suave, como si se tratara de un paño de seda que descubre, ante los ojos incrédulos de Jacinto, sus incitantes nalgas, nunca imaginables ni siquiera en su más audaz quimera. Se desliza sin prisa hasta alcanzar la crema francesa y deja caer una generosa porción sobre sus senos, acariciando en círculos las rosas cúspides que espigadas responden al placentero estímulo; continúa bajando por su cintura hasta perderse en ese vientre, que feroz se adhiere a la pelvis.

Jacinto siente desfallecer. Se tapa la boca con las manos. Llora. Llora. Llora.

“Gracias, Dios mío, por darle vida a este ángel”, implora al cielo antes de empujar bruscamente la puerta de la habitación.

A ciencia cierta, nadie supo bajo qué circunstancias se dio el eclipse… ¿será que Jacinto, sin importarle el consentimiento de su propio Dios, buscando la venganza de la raza de bronce, poseyó a Celeste para saciar su ancestral furia?

¿O habrá sido que el deseo carnal alimentado por tanta soledad, provocó que la reina blanca se entregara por cuenta propia a la fuerza descomunal que la invocaba?

Sus cuerpos enredados, resplandecían tonos azulados destellados por los dos astros del cielo en su descarnada lucha por engullirse.

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