Veracruz | 2021-05-02 | Armando Guerra
“Y no es la única”. La enfermera que deslizó la frase debió sentir que se quitaba un peso de encima y al escucharla, la frase rompió los oídos de la nieta de Enriqueta Ocampo Martínez, la mujer de 72 años que 4 meses y ocho días atrás había sido aceptada en el albergue Santa Teresa de Jesús Journet gerenciado por el DIF Municipal de Veracruz y que a mediados de la última semana de abril falleció de manera inesperada para sus familiares e inevitablemente para el DIF Municipal que se cuelga la medalla al cinismo cuando a través de su directora, dicen que se “hizo una excepción para recibirla”.
La mujer, dice Yamilet Herrera, directora del DIF Municipal de Veracruz, llegó al albergue en mal estado de salud aquejada de: “diabetes, hipertensión arterial, esquizofrenia, demencia mixta…” y en silla de ruedas.
Al hijo de la señora le fue condonado todo pago, dice la psicóloga Herrera, como si esa acción la absolviera de cualquier responsabilidad; como si tal acto legitimara la negligencia o la falta de empatía, esa palabra desprovista de sentido para los testaferros de quienes no meten los zapatos en el lodo; comensales todos de modales refinados que no tolerarían la observación del matarife que clava la puntilla en la res o degüella al ave.
La familia, sin embargo, a través de la nieta de doña Enriqueta señala que hubo negligencia médica por parte del personal del albergue, que el 27 de abril le fue negado el acceso a Luis Enrique Trujillo, hijo de la señora Enriqueta y que en horas del miércoles, siempre según la versión de María Fernanda, la nieta, les comunicaron del fallecimiento de su madre y abuela, respectivamente y cuyo estado de salud era, salvo prueba en contrario, grave, desde por lo menos el 11 de abril.
Los deudos de doña Enriqueta advierten también que el expediente médico no les fue entregado –otra versión pe-riodística indica que si tuvieron acceso al documento— pues solo se podía entregar a la autoridad. Sin embargo, el cuerpo fue enviado a una funeraria en total ausencia de respeto a la dignidad de la fallecida.
¿Qué autoridad administrativa tomó conocimiento de los hechos? ¿Quién dio fe del cadáver y en su caso autorizó su traslado a una funeraria? ¿Quién legitimó su muerte ante la incapacidad para defender su derecho a la vida? ¿Quién solicitó y recogió el acta de defunción? Agravia saber que el cuerpo de un ser humano haya sido colocado en un sarcófago plástico y trasladado a un tanatorio sin que la familia haya podido intervenir, decidir, saber.
Indignante, si cierto resulta, el trazo que del deudo más cercano hace el DIF Municipal: No vino el hijo en cuatro me-ses, arguye ante la prensa local Yamilet Herrera, y era él quien figuraba como tutor, sigue arguyendo Herrera; la se-ñora ya tenía las dos dosis de vacuna contra la Covid19 y no venían a verla porque no querían, perora ante los me-dios la psicóloga Herrera, como si al descalificar a los familiares, su conciencia quedara exenta de remordimiento. No nos permitían verla contra argumentan los deudos. Aquí, alguien falta a la verdad y eso es un hecho, no un juicio.
Para una sociedad acostumbrada ya a leer el mundo en clave de tragedia, la muerte de Enriqueta Ocampo Martínez será un dato más en la estadística, un simple número de acta en los libros del registro civil. Hay un vacío sonoro en estos tiempos canallas.
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